Los vivos y los muertos.
A esta altura las partes que componen la saga de los muertos vivos de George Romero parecen operar prácticamente por inercia, como si cada entrega se derivara en forma automática de la anterior. Es que, en algún punto, el director parece haber puesto en funcionamiento un mecanismo de comportamiento autosuficiente, una especie de cine sin autor, paradójicamente atravesado por un fuerte aire de familiaridad que no hace sino acrecentar su contundencia de película en película y volver el conjunto un todo reconocible. Pero, ¿qué clase de cineasta es Romero, al final? No hay una respuesta clara a ese interrogante, pero podemos saber lo que Romero no es. Su entronización por parte de la crítica, desde por lo menos treinta años a esta parte, a menudo tiende a invisibilizar el hecho de que, puesto blanco sobre negro, el tipo es un pésimo narrador y un ideólogo mucho menos atendible de lo que la constante prédica de sus apólogos permite suponer. En La reencarnación de los muertos la sucesión de escenas deshilachadas, la pobre dirección de actores, los diálogos toscos y redundantes y los chistes carentes de gracia alguna, conforman un muestrario bastante completo de sus falencias como director.
Sin embargo, lo curioso es que la energía de la película es bastante notable. En el fondo, Romero juega al cine, al que aparentemente concibe como un desfile grotesco de figuras que se miran con recelo, se miden, se persiguen y se temen unas a otras. Ocasionalmente (las más de las veces) se terminan matando sin mayor contemplación. A pesar de sus traspiés narrativos y de sus abruptas caídas de tensión dramática, lo que persiste a lo largo de toda la película, su hilo conductor, se podría decir, es una fuerte sensación de desasosiego. Detrás de su aspecto de slapstick sanguinolento, en verdad nunca asumido con suficiente convicción, La reencarnación de los muertos quizá sea menos torpe de lo que parece: si Romero no es un director político, ni mucho menos un contador de historias consumado, a lo mejor no se lo puede desestimar del todo como un especialista del pesimismo. De pronto, se puede apreciar la bruma de dolor brutalmente anestesiado que envuelve la película: en una escena se ve a dos niños zombies atados a sus camas, los cuerpos carcomidos por la enfermedad –ese mal que en las películas de Romero no se nombra, quizá porque el asombro deja bien pronto su lugar a la acción física, a la voluntad que se encarna en el binomio conformado por la supervivencia (propia) y el exterminio (del otro).
El director y guionista prescinde de toda tentación metafísica para ir, en cambio, a buscar el centro del drama en los cuerpos, en la carne que se pudre y se señala a sí misma como origen definitivo del horror. Luego, esos niños infectados serán acribillados sin el menor remordimiento, porque en la película el mal existe únicamente como marca visible en el cuerpo y está exento de ser categorizado moralmente. Acá no hay buenos ni malos sino el derecho insobornable de cada cosa de perseverar en su ser. De la implacable autoridad de una premisa semejante se desprende un dejo de incomodidad que se cuela en el modo tenaz con el que el director se entrega a las maniobras de una comedia cruel, un protocolo despiadado donde el movimiento se constituye en el único objetivo legítimo del cine. El último plano de La reencarnación de los muertos, una bella toma general en la que dos eternos contendientes que pertenecen a familias rivales se apuntan con sus armas como en un duelo del siglo dieciocho –mientras sus figuras aparecen recortadas sobre la imagen de una luna imponente que es un puro alarde de decoración– parece ofrecerse como irónico recordatorio de lo que el director tiene para dar. Lo que hay ahí son dos tipos que no pueden ocupar el mismo espacio en forma simultánea, por lo que están dispuestos a matarse el uno al otro. Sin preocuparse por los alcances de su planteo, a Romero le basta con las posibilidades cinematográficas que este le presenta . Para qué más, parece decir.