La película del mexicano Amat Escalante está concebida desde la sordidez y la incomodidad. Su carácter diletante aparece encadenado inevitablemente a la idea de un mundo desangelado, carente de amor, donde los seres humanos se mueven por instintos y cogen como conejos. En esa doble dirección se juega y el comienzo es bastante elocuente al respecto. Un plano fijo sobre un meteorito conduce luego a una joven mujer masturbándose con un tentáculo. No hay movimiento, dinámica alguna en el enlace, sino estatismo. Cada cuadro debe sostenerse por sí solo, pero en el conjunto no hay movimiento interno: la respiración de La región salvaje es artificial y se apaga progresivamente. Hay belleza, sí, pero a cambio de violencia. Parece ser una condición sine qua non. Y es tendencia en gran parte del cine latinoamericano actual.
El mundo de Escalante en pantalla es de sopor y cada acción de los personajes está enmarcada por el cansancio y el fastidio. Se podría pensar en una suerte de nihilismo que golpea a cada imagen y que bien representaría un estado de incertidumbre generalizado en una sociedad multifacética como la mexicana, pero, tal vez, sea preferible rescatar el insólito argumento y defender el espíritu lovecraftiano de dioses primigenios que se cuela sin escándalo en la historia. Esta jugada fantástica impresa sobre el drama familiar y conyugal es más estimulante que los fríos e insólitos vínculos entre los personajes. Cada vez que la cámara bordea la naturaleza y se adentra en un inhóspito bosque para sugerir la presencia de lo sobrenatural, asoman los mejores pasajes, frente a una negatividad imperante, por momentos, gratuita y banal.
Las criaturas del filme son eslabones sueltos que se juntan por casualidad. Una pareja instalada en una cabaña, lejos de la ciudad, asiste a la caída de un meteorito que deja, no solo un cráter en el que varias especies de animales copularán (una de las grandes escenas), sino una extraña criatura con la cabeza similar al Alien que todos llevamos en el corazón cinéfilo y unos cuantos tentáculos capaces de dar placer hasta reventar. Porque es ley universal que el goce lleva a la destrucción en el universo de estos directores. Y si aquellos personajes que quedan enrollados disfrutan a más no poder, no es algo que se traslade necesariamente a los espectadores, capaces de admirar los encuadres perfectos, la pericia formal, de entregarse a los bordes difuminados por una cortina de niebla, pero que nunca se conectarán con el mutismo y la hierática presencia de esos seres sufrientes. A fin de cuentas, parece decirnos Escalante, no es obligación interactuar con una película desde el placer, también se puede hacerlo desde el interés (no lo llamaría ni siquiera extrañamiento).
Hay que decir que La región salvaje es más tranquila que los trabajos anteriores del director en términos de brutalidad explícita y de examen de tolerancia a quienes miran. No es un dato menor viniendo de quien viene. La balanza esta vez marca un equilibrio mejor concebido entre un estado de violencia y un misterioso acercamiento a la naturaleza que funciona como antídoto ante el automatismo y la inexpresividad de los personajes y las situaciones que sostienen el fragmentado relato.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant