Para filmar el miedo -dada la propuesta de la película‑ parece que el cine tiene que ingeniárselas cada vez más. Al menos desde lo que significa establecer lazos publicitarios, que financien lo que se ve y permitan, señalamiento de la marca mediante, la dramática. El juego -si es que lo es‑ tiene sus limitaciones y contradicciones. Hay ejemplos obtusos y otros que saben salir airosos. La reina del miedo, afortunadamente, está en la segunda de las instancias.
Lo señalado viene a cuento, porque evidencia una matriz económica que está subsumiendo todo lo que toca. El cine, todo arte, tiene derecho a ser desconfiado. Será, tal vez, por el miedo mismo que la película de Valeria Bertuccelli y Fabiana Tiscornia tematiza, que la empresa de seguridad mencionada -reiteradamente‑ y asumida como personaje sirve a la trama de manera concreta y ambigua. Concreta, porque es quien dice ser, con sus operarios solícitos al llamado del cliente y demás, pero también ambigua porque es su función la que evidencia un clima o malestar inserto entre sombras y fantasmas. Un enrarecimiento que tales empresas, dedicadas a dar "soluciones" o evitar problemas de "inseguridad", alimentan desde un temor que procuran y logran instalar.
En otro orden, Valeria Bertuccelli ofrece en La reina del miedo un film que podrá distinguirse como un salto cualitativo, porque está destinado a significar un despunte de relieve en su trayectoria. Actriz, guionista y directora, Bertuccelli es dueña de una puesta en escena capaz de lograr y ahondar en un clima rarificado, que trabaja a través de matices, suaves pinceladas, mientras se sumerge en las contradicciones de su personaje: Robertina, más conocida como la célebre Tina ("¿Usted no es?", le dicen, ella asiente, y asegura cabizbaja que se queda de piedra cuando alguien la mira), está a punto de estrenar una nueva obra. Los carteles y marquesinas la anuncian, con sonrisas que ella no tiene. Todo a punto, pero cuando sube las escaleritas del escenario para ensayar, siempre hay algo que la retrae, la devuelve al lugar anterior, su casa. Sale de esa puerta y sin embargo vuelve, otra vez.
En este sentido, el inicio del film ofrece una situación sintomática, puesto que Tina está en su cama, dentro de la seguridad ilusoria de las sábanas que la tapan, acunada con luces que acompañan el dormir y esconden las sombras, así como sucede con los niños. Pero la luz se apaga y los temores se encienden -y a la par, la molesta mención de la agencia de alarmas aludida, en fin‑; Tina está y no está cómoda en esta situación de cuerpo ensimismado, vuelto sobre sí mismo. Sale de la cama, se viste rimbombante, pero hay algo que no cierra del todo con sus lentes enormes, que se empecinan en caer sobre su nariz. Mientras, repite los mismos pedidos de siempre al jardinero y a su mujer de limpieza: joven y del interior, con acento evidente y un respeto vuelto miedo, asumido como tal en el decir y comportamientos hacia su "patrona", ante la cual llora en cuanto puede.
Un devenir repetido se siente en el día a día de Tina, mientras se dirige a ese teatro fatídico que promete una obra de título "El tiempo de oro". Hay distintas cuestiones que la tienen casi atada, en un mismo lugar, pero sin razón aparente. O sí. Porque se suman aspectos nada menores, entre ellos una separación en curso, tal vez consumada. Pero, ¿por qué el empecinamiento en hacer quitar el árbol del jardín? Tal vez no esté seco, es lo que responde el jardinero. Peor aún, ese árbol tiene que ser parte de la escenografía teatral, insiste Tina, pero no sabe explicar por qué. Este árbol, vale agregar, será uno de los mejores elementos de la historia, tendiente a provocar una imagen desolada, trasplantado de su hogar al escenario, volcado con sus raíces desnudas junto a su dueña, observada de modo inclemente.
Justamente, este mirar sin reparo no deja de aludir a la participación misma de todo espectador teatral -lugar diferente al cinematográfico, mediado por la cámara‑. La reina del miedo parece sumergirse en ese lugar indeterminado y determinante, con Tina atrapada. Ahora bien, todo esto ocurre mientras su mejor amigo (Diego Velázquez) se muere, en Dinamarca. Hacia allá viaja Tina, y con ella otros miedos al encuentro. Pero entre ella y Lisandro opera un contrapunto, dado por quien exterioriza temores y quien parece -tal vez‑ ocultarlos. Entre ambos, una retroalimentación invisible: de sus diálogos surgen cuestiones ligadas a la descendencia, la reencarnación, la creencia.
o invisible sucede porque La reina de la noche nunca es explícita. Es una de sus virtudes. Por ejemplo, Tina sale de Buenos Aires e ingresa en Dinamarca, prácticamente desde el corte directo. No hay necesidad de narrar de modo obvio, sino que lo que cuenta es lo elusivo, lo elíptico. Son puntos suspensivos los que quedan flotando, mientras obligan a completar de otras maneras. También en relación a esa obra tal vez nunca ensayada, así como sobre las decisiones mismas de Tina, sugeridas por varios diálogos, pero nunca cristalizadas.
Habrá que estar atento, por eso mismo, al desenlace elegido, que acumula vientos de tormenta, desánimo y ladridos. Por momentos, el film acude a cierta construcción que linda con el suspense o thriller, luego la deja repicando para después retomarla, a la manera de una sensación que reflota y habrá, de una buena vez, que enfrentar.