Una chica cualquiera
Una película de José Celestino Campusano no es cualquier cosa, del mismo modo que no lo son las películas cuya singularidad y naturaleza insumisa las vuelve refractarias al sistema del cine imperante en festivales, en el que sobre cada imagen muchas veces parece velar un fantasma de corrección general, burocracia de la forma y restricción del espíritu verdadero del cine. La reina desnuda es una de esas películas: se trata de una película de Campusano, por lo tanto, hay que verla como una pieza en esa obstinada cadena de momentos impenitentes en los que el cine parece surgir de nuevo, con la ferocidad de una criatura exótica, para que miremos todo con otros ojos, para que la pantalla sea un lienzo en el que bailan satanes persistentes y ángeles prosaicos, todos en la misma pista entreverados, con la gracia y la desvergüenza de un arte que no ha sido concebido para dejarnos tranquilos sino para que temblemos un poco; para sumergirnos en caminos brumosos que son también los nuestros.
La reina desnuda puede que sea una de las mejores películas de Campusano; es decir, una de las mejores películas que el cine nos pueda deparar. El director crea un personaje femenino extraordinario; mujer “empoderada”, pero en sus propios términos, que son los que ya tenía una femme fatale o una vampiresa (como se decía en el cine argentino de los años cuarenta). Dicho de otra manera, los rasgos de una chica que, literalmente, “hace cualquiera”, una chica bardo, una chica «echada a perder», que hace lo que quiere con sus caderas, que da «malas» señales a los hombres, que les hace creer que es «fácil», cuando en realidad es todo lo contrario. Esa chica, esa protagonista, esa reina sin afeites, en realidad no tiene precio; no hace las cosas por plata porque no hay suficiente plata para pagarle. Campusano entra dando sablazos quirúrgicos a todos los temas vigentes, como es su costumbre, como lo hacía especialmente en Hombres de piel dura (su protagonista es una mujer de piel dura) y también en lo que podríamos llamar las secciones institucionales de otras películas de su filmografía, como En la frontera, o incluso en El silencio a gritos, su película boliviana. Temas, preguntas y asuntos para los que no tiene respuestas preparadas ni prescripciones. Campusano no pretende tener todas las respuestas, pero cree en las personas, en su capacidad de redención; cree en los parpadeos de dignidad de la que son capaces aún bajo las condiciones más hostiles y en medio de un maremágnum de pecados, malas decisiones y pasiones oscuras.
La protagonista entra en un momento a trabajar en una institución de ayuda a la mujer, o de asesoramiento y contención en casos de abuso o violencia, en virtud de su conocimiento de la calle, de su soltura para moverse en los ambientes fronterizos, del sinfín de noches blancas y tolerancias públicas variables que carga sobre sus hombros. Pero enseguida se da cuenta de que no sirve mucho para eso: su vida es demasiado despelotada. Sobre todo, parece descreer un poco, en el fondo, de lo que allí pueda hacerse en términos reales. Las instituciones no alcanzan, no sirven del todo, no llegan de verdad; aunque sean en principio bienintencionadas, se inventen nuevas o se reciclen las mismas con nombres rimbombantes. La intemperie de los personajes del cine de Campusano pocas veces estuvo tan expuesta. El director se dedica entonces a filmar el derrotero de esta chica íntegra, pero que sabe que se expone al peligro -incluso lo dice: «Yo, también, soy una boluda», se sincera después de una desafortunada noche de sexo con dos tipos en la que aparece un tercero que no estaba en los planes de ella, pero al que nadie puede convencer, a esa altura, de que no tiene cabida en la faena-, con una empatía estremecedora, pero también con distancia, con desapego, como si honrara sin miramientos sus decisiones, su espíritu peligroso, su piel dura, su autonomía a como dé lugar.
Si la película arranca con la protagonista de chica, en medio de abusos, o de maniobras adolescentes que pueden ser vistas como tales, esas cosas enseguida se observan, se esfuman, se dejan pasar, se diluyen en el recuerdo. Campusano toma decisiones arriesgadas de puesta que balancean las escenas al borde del rápido desdén o del escarnio –el uso del ralenti, desconcertante, o la elección de los temas musicales-, con la fiereza de siempre, y después filma a su protagonista en un presente de pueblo, ya no de conurbano sino de campo, más en la línea de Hombres de piel dura. Un contexto en el cual esa chica, esa mujer, se convierte en una rareza absoluta: sus impudicias son motivo de maledicencia; su vida loca es una carga, pero es también su libertad, incluso su impunidad, paradójicamente, como si fuera una hetaira de la Grecia antigua. En cualquier caso, no es nunca una víctima; jamás se asume como tal. Su orgullo a toda prueba es su emblema. Con un personaje de esas características como centro, el director logra un mapeo, a vuelo de pájaro, pero muy preciso, del comportamiento de un pueblo que no se ve en otras de sus películas, en las que en general todo está disgregado, es tierra de nadie, universo de pulsiones tribales que ha olvidado formas anteriores de civilización. La reina desnuda recibe los aires renovados de un cineasta que siempre está buscando y encontrando cosas; la muestra cabal de que sus películas se comportan como eslabones, variaciones de un mismo impulso de exploración, tanteo y reconocimiento del mundo y de las maneras de representarlo. De eso se trata lo que antes llamábamos, ni más ni menos, un autor de cine.