Cuando Ana (la estrella de Avenida Brasil, Débora Falabella) arriba a un laboratorio de escritura ubicado en la Cordillera de los Andes, lo hace con la ambición de poder concluir la novela que monopolizó su vida, una obra ambiciosa titulada Violeta. Al momento de narrar la premisa a sus compañeros en esa residencia que da título al film, muchos la comparan con Lolita de Vladimir Nabokov y le subrayan los lugares comunes que Ana se empecina en eludir. Cuando intenta explicar cuál es el punto neurálgico de su texto, Holden (Darío Grandinetti), el líder de ese grupo, no le permite expresarse; Violeta ya no le pertenece a su autora, ahora es del lector.
El concepto de soltar una obra para que un tercero la aprehenda no es novedoso, pero en La residencia, la película de Fernando Fraiha basada en la novela Cordilheira de Daniel Galera, se le da un giro cuando se vuelca al thriller para explorar los límites entre realidad y ficción.
Si bien su desarrollo es un tanto previsible desde el momento en que Holden le pide a Ana que se defina a sí misma a través del personaje de Violeta -el espiral en el que cae la mujer se vincula, precisamente, con la obsesión con su criatura-, esa condición sine qua non se traslada a todo el grupo. Los escritores que habitan allí sienten un alivio al poder manifestarse con un disfraz de por medio. Holden, ese hombre persuasivo y carismático que parece estar formando su propia secta en ese escenario inhóspito, empuja a sus “discípulos” a la entrega completa a su obra, lo que conduce a La residencia a ser víctima de su propia literalidad. Como manifiesta uno de sus protagonistas: “Que la vida sea tan real como lo son nuestras ficciones”. Se trata de una frase que anticipa el diluvio que se viene y lo fácilmente manipulable que puede ser el hombre cuando busca desesperadamente aprobación.