Las torres fantasmas
“Lo real es lo que se nos escapa, lo que no puedo nombrar o calcular.” Jean-Louis Comolli.
Devil (La reunión del diablo) comienza con tenebrosos planos de los rascacielos de una ciudad. No importa que el film haya sido rodado en Ontario, porque lo cierto es que parece Nueva York. Ante una película norteamericana, cuesta no pensar en Nueva York cuando la imagen muestra altos edificios bordeando una costa, a menos que algún cartel aclare que se trata de otra ciudad, o que alguna construcción muy reconocible nos ubique en otro lado (por ejemplo, el Golden Gate de San Francisco o el Harbour Bridge de Sidney). Además de las nubes ominosas y de la música ídem, los planos iniciales de Devil toman a los edificios al revés, con la cámara que se acerca rápidamente a un rascacielos y se introduce por un hueco de ventilación. Todo indica que son subjetivas del diablo que -¡oh!- viene en vuelo invertido. (Deducimos que es el diablo porque, bueno, así se titula el film).
Pero esos movimientos sólo son ostentosas piruetas, fútiles manierismos que buscan en vano desplazar a las otras tinieblas que encapotan la ciudad desde hace ya nueve años, porque nada puede competir con ese pavor existencial que troqueló los sentidos aquel 11 de septiembre. Frente a cualquier toma aérea de Nueva York en cualquier película reciente, al menos a mí me resulta imposible no recordar las torres que ya no están, con toda la complejidad histórica que implica esa ausencia. Martin Scorsese enseguida aprovechó el poderío simbólico de esos gigantes devenidos fantasmas, por lo cual incluyó al World Trace Center al final de Pandillas de Nueva York (2002), tentación que tampoco eludió Steven Spielberg cuando concibió Munich (2005).
Desde ya que el atentado a las Torres Gemelas no es el tema de Devil (film de terror-suspenso demasiado elemental dirigido por John Erick Dowdle, con idea y producción de M. Night Shyamalan), pero su apertura inevitablemente recupera lo siniestro de aquel día, con esos edificios colgando como estalactitas sobre el vacío, una imagen que convierte a la ciudad en una cueva en cuyas paredes siguen rebotando los ecos del espanto, la desesperación ante lo que se adivina inconmensurable. Hasta ahora, la película que mejor ha plasmado estas sensaciones es Vuelo 93 (United 93), de Paul Greengrass.
Posterguemos para otro momento la discusión sobre las imprecisiones históricas de la película y su lectura idealizada de los hechos ocurridos en el avión que cayó en Pennsylvania, porque en definitiva United 93 no deja de ser una recreación. Ya desde el afiche se hace carne la amenaza, con ese avión flanqueado por los picos de la corona de la estatua. Difícil es pensar en la libertad o en los “siete continentes” que esa corona supuestamente representa. Esos picos son barrotes, son cuchillos, son misiles. Y allí va el segundo avión para estrellarse en la otra torre.
Es impecable la forma en que Greengrass narra ese segundo impacto, ya que elige mostrar lo que registraron las imágenes televisivas, sin abusar de efectos especiales. Además, ¿cómo pretender imitar un hecho que superó todo espectáculo? Tras la explosión en la torre sur, se escucha algún grito ahogado y algún insulto, pero todos los testigos en el film quedan mudos, absortos por un instante, hasta que cae sobre todos el peso de la fragilidad. De la confusión a la certeza de ser un blanco de ataque. La inminencia de una guerra jamás imaginada.
Vuelvo a esta secuencia una y otra vez, y cada vez experimento el mismo extrañamiento, la misma angustia, el agobio -y la necesidad- del silencio frente a eso que no se puede poner en palabras. Podemos ver muchas películas y comprobar que las torres aparecen y desaparecen, e incluso llegar a acostumbrarnos. Podemos recordar los atentados de memoria y regresar continuamente al análisis político del porqué. Pero hay algo que se nos escapa, siempre. Ese lugar adonde tal vez sólo pueda llevarnos el arte: ni más ni menos que lo Real.
“Lo real existe, pero no lo conocemos.” También lo dijo Comolli.