La novela de Andrés Rivera es una pieza literaria con un impresionante trabajo sobre la palabra, tanto como texto significante cuanto como poético. Pero la adaptación de Nemesio Juárez parece un Billiken de intenciones revisionistas.
La película de Nemesio Juárez está basada en una de las más reconocidas novelas argentinas de la post-dictadura. La obra de Andrés Rivera, publicada en 1987, ha constituido una de las más interesantes interpelaciones al neoliberalismo en ciernes, a lo que fue la reimposición brutal del conservadurismo económico y cultural que vivió nuestro país durante los años ’90. Impactante en el momento de su publicación, es una pieza literaria con un impresionante trabajo sobre la palabra, tanto como texto significante cuanto como poético.
Ya en estos tiempos, la polémica sobre el rol de “jacobinos” y “conservadores” en la revolución de Mayo de 1810 ha sido recuperada masivamente en nuestro país. La reaparición de la polémica está alentada tanto por circunstancias políticas como cronológicas (se cumplieron 200 años de aquella fecha), de modo que la aparición de esta película, basada en aquella obra, resulta temporalmente pertinente.
Tanto la tarea de adaptación como la elección de los recursos estéticos no están ni a la altura de la novela original, ni acordes con el modo en el presente de la narración cinematográfica. Al mismo tiempo en que comienza la proyección el espectador siente haber sido arrastrado muchos años hacia atrás, y no hacia la época de la colonia, sino hacia los primeros años de la década de los ’80, porque la película atrasa formalmente algo así como 30 años. Sobrellevada esa situación, inmediatamente percibe que el realizador no acierta a definir sus elecciones estéticas ni el modo de relato, ya que alterna planos formalmente bochornosos (por ejemplo todos aquellos en los que Osqui Guzmán pregona las noticias en las calles, o el fugaz encuentro amoroso de Castelli con una joven interpretada por Ingrid Pellicori) con momentos interesantes en los cuales se hace presente el monólogo interior de Castelli, en las escasas escenas que aproximan la película a la potencia intelectual y narrativa original de la novela.
Nemesio Juárez introduce un relato sobre la historia de los días previos y posteriores al 25 de mayo de 1810, permitiendo contextualizar el soliloquio de quien fuera llamado orador de la revolución. Y lo hace de un modo cercano al más elemental formato de manual, que pontifica y establece lecturas unidireccionales. Poblado de actores reconocidos, recitando parlamentos sobrevalorados de personajes fuertes de la historia (a quienes si no son nombrados por otros en los diálogos nadie reconocería o su palabra pasaría sin demasiado valor narrativo), la película parece un Billiken de intenciones revisionistas. En el filme la duda, profunda y central en la obra de Rivera, solo aparece manifestada (en lo que es el mejor momento de la película) en una de las últimas escenas, en la cual Castelli dialoga imaginariamente con su primo, Manuel Belgrano.
Más apropiada para una militancia momentánea que para un pensamiento de largo alcance sobre las condiciones políticas y sobre el lugar de las personas, más cercanas a un discurso monolítico que a la jactancia intelectual de quien se atreve a cuestionar lo dado a partir de un personaje silenciado, La revolución es un sueño eterno es una película que no aporta ni a la revalorización de la obra de Rivera y mucho menos a un debate interesante sobre los modos en los cuales la Historia se produce y narra.