Oíd, mortales
Adaptación del libro de Andrés Rivera.
La novela La revolución es un sueño eterno , de Andrés Rivera, es la voz del que ya no tiene voz. Realidad histórica y alegoría atormentada: Juan José Castelli, “el orador de la Revolución de Mayo”, muriéndose en 1812 por un cáncer de lengua. Castelli acorralado (como la Revolución, como su sueño de revolución): entre el obligado lenguaje escrito de su terrible presente y la imposibilidad de hablar que le imponen la enfermedad y un poder que ahora lo oprime.
Rivera despliega una prosa formidable: desgarrada, fragmentada, interrogativa, tan pulida que logra representar el caos íntimo, formalmente compleja, oscilante entre la primera y la tercera persona. Excelente literatura: forma y fondo que se funden hasta ser un todo. Una obra muy difícil de trasladar al cine. Nemesio Juárez, alguna vez integrante del Grupo de Cine Liberación, lo sabía. Pero decidió correr el riesgo. El resultado, en primer lugar, es un filme honesto, que elude la biografía y -al igual que la novela- interpela a la Historia de manual, de bronce, de mármol.
La principal debilidad de la película es su exceso retórico: los monólogos interiores de la novela -la voz de Castelli en su cárcel de cuadernos privados- convertidos en monólogos cinematográficos expresados por Lito Cruz (en el papel protagónico), por momentos sin interlocutor, con puestas en escena que terminan siendo tediosas. Como si el libro de Rivera no permitiera ser traducido a imágenes. De hecho, la novela está construida, íntegramente, alrededor de la palabra. Para adaptarla al cine habría que deconstruirla y crear algo nuevo: tarea titánica, de resultado imprevisible.
El filme de Juárez, cuya recreación de época es buena, tiene un elenco de actores reconocidos: Cruz es secundado por Adrián Navarro (Moreno), Luis Machín (Belgrano), Juan Palomino (Bernardo de Monteagudo) e Ingrid Pelicori. La trama, con constantes flashbacks, hace eje en el juicio a Castelli por su desempeño durante la campaña del Ejército Expedicionario del Norte, donde representó a la Primera Junta. Es una pena que el texto afiebrado del Castelli ficcional (la pluma de Rivera) se convierta en algunas secuencias altisonantes. Y que una voz tan transgresora termine envuelta en cierta solemnidad. El final con el himno da cuenta de este tono.