El origen de esta película del realizador japonés que acaba de ganar un Oscar con Drive My Car fue una conversación con Mary Stephen, montajista habitual de las películas de Éric Rohmer, cineasta francés que es una influencia evidente para él. Stephen le contó a Ryūsuke Hamaguchi que a Rohmer le gustaba mucho el cortometraje como formato narrativo, y esa constatación lo impulsó a producir las tres historias de unos 40 minutos que integra La rueda de la fortuna y la fantasía, con personajes y situaciones diferentes pero un hilo conductor relacionado con el rol determinante del azar en la vida cotidiana. Los tres están protagonizados por mujeres en proceso de una búsqueda que nunca aparece del todo explicitada. Todas parecen perturbadas por esos cuestionamientos y todas terminarán envueltas en tramas en las que resultan claves las coincidencias y casualidades. Todas también manifestarán de distintas maneras su individualidad, un asunto central en el cine de Hamaguchi: “En la sociedad japonesa no es habitual subrayar la propia identidad y oponerla a la identidad del grupo. Está considerado un signo de egoísmo y arrogancia. Me resulta agobiante la represión del individuo que impera en mi país”, declaró el director cuando se estrenó este film en Europa.
Las referencias de Hamaguchi no se agotan en Rohmer. La inclinación por filmar a los personajes mientras viajan remite a la obra de Abbas Kiarostami y Wim Wenders, dos verdaderos expertos en escenas en el interior de automóviles. Muchas veces, las relaciones entre ellos se modifican en sintonía con los cambios que experimenta el paisaje: de ese tipo de sutilezas están cargadas las películas de este realizador de 43 años que también admira a Quentin Tarantino, Wong Kar-wai y John Cassavetes, tres cineastas mucho más explosivos y barrocos que él.
En Magia, Puerta abierta y Una vez más, los tres movimientos de esta delicada suite cinematográfica que también tiene sus picos de intensidad, hay pequeñas epifanías provocadas por el trabajo a conciencia con la palabra compartida, más que por alguna revelación mágica o inesperada. Lo más importante en esta trilogía es lo que cuentan sus protagonistas, incluso por encima de lo que sucede en concreto, y la puesta en escena es siempre rigurosa y austera: apenas algún zoom para reforzar un clima, una sensación en planos por lo general estáticos donde la alteración de la lógica suele provenir de una mirada a cámara que ya es un sello en el estilo del director.
Aunque a primera vista esas mujeres atravesadas por los conflictos existenciales de los tres relatos parezcan excesivamente centradas en sí mismas, es justo notar que pueden aliviarse, al menos pasajeramente, gracias a la interacción con los demás: en el encuentro final del último capítulo, las dos protagonistas juegan a desdoblarse a sí mismas, encarnando el papel de una desconocida que les permita aproximarse a la otra. Es una escena magnífica, un epílogo muy emotivo ejecutado con la gracia de la música de cámara.