Un tranvía llamado deseo
El pequeño gran genio neoyorquino ha regresado, no sólo con su habitual producción anual, sino también a su ciudad, más específicamente a Coney Island, una de las más famosas playas, en la finalización de un verano de los años ’50, allí donde todo era alegría, en apariencia al menos, pero que de manera oculta se va construyendo el infierno personal.
La decadencia general. No es casual que el director ubique las acciones de su relato en el tiempo que el espacio iba perdiendo su predominancia de elección en las familias de Manhattan, algo así como el principio del fin.
Narrada por Mickey Rubin (Justin Timberlake), un atractivo y apuesto guardavidas del parque de atracciones, su deseo es ser escritor, ganas no le faltan, talento no le sobra, nos cuenta la historia de Humpty (Jim Belushi), operador del carrusel del parque, de la relación con su segunda esposa Ginny (Kate Winslet), una “casi” actriz con un estructura psíquica hondamente depresiva, perfil de personalidad demasiado etéreo, que trabaja como camarera.
Ginny y Humpty pasan por una crisis porque ambos tienen problemas con el alcohol, mientras Richie (Jack Gore). el hijo de Ginny, un niño literalmente abandonado que se va transformando en un piromaniaco profesional, más allá de la metáfora que se establece.
Pero la rueda de la vida sigue girando y todo se complica cuando aparece Carolina (Juno Temple), la veinteañera hija de Humpty, sus errores del pasado la alejaron del padre, una madre ya fallecida y escapándose de su esposo, un mafioso de peso investigado por el FBI.
Así planteada esta producción, cuyos primeros segundos parece querer instalarse en un hibrido tipo comedia dramática, deja paso al drama en vías de convertirse irremediablemente en tragedia.
Deudora a primera vista de “Blue Jazmíne” (2013), con mucho que otorgarle, o agradecerle, al escritor Tennessee Williams, cuyo relato se hace visible en el filme nombrado por la circulación de los personajes dentro de la historia, en cambio en ésta última se agrega el hecho de que todos y cada uno de los personajes completan un catalogo humano atravesado por los inadaptados, los marginados, los perdedores, los desamparados, tan elocuentemente descritos a lo largo de su obra por el autor de “El zoo de cristal”.
El mismísimo Woody Allen aparece desdoblado en dos personajes: el verborragico Mickey Rubin y la depresiva a ultranza Ginny.
De estructura narrativa clásica, de progresión dramática lineal, sin rupturas temporales, o elipsis, la transforma en una película en punto casi de perfección, sin lograrlo, con un guión maravilloso pero lejos de la acidez a las que nos acostumbro a lo largo de los años, no encontraran la gran frase, por supuesto, pero excelentes diálogos, pero en plena función narrativa.
Todo apoyado por la maravillosa puesta en escena y la dirección de arte, donde la vedette es la dirección de fotografía del genial Vittorio Storaro, acompañado por el diseño y la banda de sonido, por momentos de manera empática, en otros contrapuntistico.
Nada de esto podría valorarse en tal magnitud sino estuviese de por medio las actuaciones del cuarteto principal: James Belushi no será descubierto ahora, Juno Temple ratifica lo demostrado en producciones anteriores, mientras Justin Timberlake confirma la permanencia en el pedestal de los elegidos al director en tanto selección y dirección de actores. Mientras que al filme se lo fagocita con su increíble, extraordinaria, interpretación Kate Winslet, decir que es la mejor actuación de su carrera seria absurdo, pero que está entre las mejores, seguro.
La historia indaga los lugares recónditos del corazón humano, en tanto cuestiones amorosas, allí donde el deseo de ser amado es más avasallador que la lógica, lo que deriva en perder lo que nunca se tuvo: el control de uno mismo.
“El corazón es un músculo muy, pero muy elástico” Woody Allen,
(*) Realizada por Elía Kazán, en 1951.