Es en gran medida gracias a la colorida paleta de Vittorio Storaro que muchas de las secuencias de esta película cobran una especie de belleza decorativa (Storaro, y verán la huella, fue quien fotografió Golpe al corazón, de Coppola) para contar una especie de melodrama con cuatro personajes: una ex actriz que se ha convertido en mesera, su marido, operador de una vuelta al mundo en el parque de diversiones de Coney Island, un bañero y la hija del operador, perseguida por mafiosos. Todo tiene un aire absurdo, y más allá de que hay muy buenas actuaciones (Kate Winslet, sobre todo), hay un aire complicado, de ya visto, de burla a los personajes. Una especie de degradación de Blue Jasmine y una mirada impiadosa sobre las mujeres -tampoco es demasiado amable respecto de los hombres. Pero la misantropía no es necesariamente un pecado contra el cine. El problema no consiste, entonces, en que seamos testigos del costado miserable de un puñado de personajes, sino que -incluso contra su propia voluntad, incluso con el uso del contraste entre colores de la imagen y oscuridades de las criaturas- Allen ve a esta gente desde arriba, casi con desprecio. Inventar un mundo para rechazarlo, digamos, y hacer sufrir a quienes lo habitan para mostrar que es está por encima de ellos. Quizás sean todos avatares del propio Allen (en el hablar nervioso de Winslet, por ejemplo, se nota ese rasgo de estilo del director), pero se trata de un film sin empatía, donde lo que más se recuerda, paradójicamente, son sus efectos digitales.