Más trágica que esperanzada. Así es La rueda de la maravilla, la obra número 48 de Woody Allen que vuelve a la nostalgia situando la acción en la mitad del pasado siglo.
Coney Island, 1950. Mickey Rubin (Justin Timberlake) es un guardavidas de la playa junto al parque de atracciones y tiene aspiraciones de escritor. El es quien cuenta la historia de Ginny (Kate Winslet), una actriz con un carácter bastante volátil que trabaja como camarera. Su esposo es Humpty (Jim Belushi), un operador de calesita. Ginny y Humpty atraviesan una crisis porque además él tiene problemas con el alcohol. Por si fuera poco, la vida de todos se complica cuando aparece Carolina (Juno Temple), la hija de Humpty, distanciada de su padre desde hace cinco años, que está huyendo de la mafia por haber declarado en contra de su marido. A la vez, Ginny tiene un hijo de su primer matrimonio, al que lo único que le importa es ir al cine y prender fuego cualquier cosa.
La nueva y puntual cita con el cine de Allen es aguda e ingeniosa en la manera en que entreteje las relaciones entre los personajes y en la forma en que el azar hace encajar piezas en un escenario (el parque de diversiones) en el que los protagonistas sufren, mientras otros se divierten. Un lugar en el que priman los colores y las risas, el estar distendido en la playa o el disfrutar de una comida o una vuelta en un carrusel o una noria, pero quienes trabajan en ello (la camarera, el operador de la calesita o el guardavidas) viven atrapados en sueños perdidos y desilusiones amorosas.
Coney Island es un escenario en el que se persiguen sueños y se consiguen frustraciones. El lugar que, alguna vez, fue el balneario preferido de la clase alta de New York y luego de las guerras mundiales y del colapso financiero del ‘29 se transformó en refugio de malvivientes y tierra de perdedores. Fue mutando con el tiempo, como los sentimientos. Es un espacio que sirve también de metáfora del caer y volver a levantarse. Y su Wonder Wheel (tal el título original) es su ícono más famoso, junto a la montaña rusa de madera, Cyclone, que aparece en una escena de la película. Un artefacto (la Wonder Wheel) que da vueltas como la circularidad del (des)amor entre el puñado de personajes de este film y una montaña rusa con sus subidas y bajadas emocionales, melancólicas y desesperadas.
Si en un período de la filmografía de Woody Allen sus cintas estaban cargadas de referencias cinéfilas, el realizador de Blue Jasmine elige, en este caso, menciones explícitas, o no tanto, al teatro: Chejov, Eugene O’Neill y fundamentalmente Tennessee Williams, con sus personajes perdedores y desamparados y la “heroína loca” de Un tranvía llamado deseo y El Zoo de cristal. Hay un guardavidas aspirante a dramaturgo y una ex actriz (Ginny), al borde de la locura, que sobre el final amenaza en convertirse en Blanche DuBois, cuyo marido (Humpty) por momentos parece un remedo de Kowalski. Ambos siempre al borde de la explosión, de un “clímax” teatral que Allen prefiere que no explote, para transformarlo en algo más larvado, para llevarlo al terreno cinematográfico.
En La rueda de la maravilla, el octogenario realizador neoyorkino se apoya en un poderoso elenco, así como también lo es el equipo técnico. Comenzando con una espléndida Kate Winslet, que despliega toda una paleta de emociones. Jim Belushi está la altura que exige la actuación de Winslet, así como la hermosa Juno Temple. La superestrella Justin Timbelake es la rareza de esta cinta, sin que desmerezca el alto nivel de actuaciones de un elenco más acotado que el de la anterior realización de Allen: Café Society. Brillan la reconstrucción de época del diseñador de producción Santo Loquasto y la fotografía de Vittorio Storaro.