Si hay algo digno de destacar en la última película de Eduardo Pinto —Palermo Hollywood (2003), Dora, la Jugadora (filmada en solo cuatro días y por la que Corina Romero obtuvo el Premio a Mejor Actriz en el Festival de Mar del Plata del 2007), Caño Dorado (Premio Feisal al Mejor Director) y Corralón (2017) — es el manejo y el sutil cruce de géneros que está presente en todo el film. Una amalgama que realiza de una manera tan fluida que pasamos de una introductoria road movie con todas las de la ley, a una narración de neto corte fantástico al estilo Shyamalan —el animal que atropellan en la ruta no parece ser un animal común y corriente, sino más bien un mal presagio, como todas los simbolismos a los que es adicto el director indio— , para de ahí anclarnos en el relato gótico, con una casona deshabitada en medio de la nada como escenario —con lo que implica ese peligro atávico que surge cuando cae la noche— hasta el coqueteo con el terror, con el thriller y con un clímax poderoso y salvaje que se hace evidente a medida que crece la tensión dramática: el abuso sexual y psicológico que sufren las tres protagonistas de la historia.
Como si fuese una travesía en donde vamos abriendo portales —tal como el director deslizó en una conferencia de prensa—, la trama se estratifica en subtramas que van in crescendo hasta desembocar en otro tiempo; el de la pampa salvaje, el de la civilización o barbarie de Sarmiento, el de la crueldad del cuento “El Matadero” de Esteban Echeverría e incluso hacia “La Intrusa”, en donde vemos ciertas reminiscencias literarias con el cuento de Borges.
Pero así como hay una dura descripción a la pampa salvaje, a los malones y a la mujer como una prenda a disputar, también hay un gran homenaje al cine de Leonardo Favio —Nazareno Cruz y el Lobo (1975), Juan Moreira (1973)—, al de Lars Von Trier —Melancolía (2011), El Anticristo (2009) — y hasta al de John Carpenter —La Niebla (1980), La Cosa (1982). Todas lecturas cinéfilas que trató de plasmar a través de ciertos recursos propios de estos grandes directores, directores que, dicho sea de paso, Pinto se ha declarado ferviente admirador.
Todas estas influencias no hacen más que enriquecer una historia que comienza en una fiesta electrónica —ámbito muy alejado de lo que sucederá luego en la historia— en donde vemos a Mara (Sofía Castiglione), Tini (Paloma Contreras) y Luz (Analía Couceyro) integrantes de un triángulo amistoso que decide pasar un fin de semana en las afueras de la ciudad; más precisamente en una estancia llamada La Sabiduría. Allí van las tres amigas, conversando entre sí con una frescura y libertad tal que pareciera que estamos ante una toma totalmente improvisada. Pinto se encargó de decir que las actrices seguían un guión previamente escrito por Diego Fleisher, María Eugenia Marazzi y el suyo propio, lo que demuestra que tanto Sofía Gala, Paloma Contreras y Ana María Couceyro poseen una increíble solvencia actoral que escapa al acartonamiento tan común en algunas producciones nacionales.
A poco de llegar a la estancia, encuentran en un viejo baúl vestidos propios de la época del Romanticismo, el de la nostalgia, la imaginación y la emoción que tan bien supo retratar Esteban Echeverría en los cuentos “Elvira” o “La Novia del Plata”; vaporosos vestidos de otro tiempo en un contexto de naturaleza salvaje y virgen. Así vestidas, aceptan la invitación del capataz de la estancia a comer un asado. Una vez llegadas y rodeadas de una cohorte de seres estrafalarios y amenazantes, son llevadas por el efecto del alcohol —o alguna droga que recuerda las iniciaciones de los chamanes como sucede en la película Estados Alterados (1980) de Ken Russell— a una suerte de pesadilla onírica. Cuando a la mañana siguiente despiertan en la estancia, una de ellas (Tini) ha desaparecido. A partir de aquí, la historia se centra en su búsqueda desesperada. Y es a partir de aquí que los géneros narrativos se entremezclan. El suspense, el thriller y el fantástico se dan la mano, pero también lo hacen la denuncia social, el abuso, la humillación por parte de la policía a la que acude la víctima —otra especie de abuso—, al maltrato del poderoso sobre el más débil —los hermanos— y hasta una terrible escena de violación —protagonizada por Luz y Faustino (Diego Cremonesi) que corta la respiración por su realismo y crudeza.
La película de Pinto es en cierta manera un alegato en contra de las vejaciones que sufrieron los pueblos originarios en la sangrienta Campaña del Desierto —de ahí ese viaje, propio del cine fantástico, hacia el pasado— pero que aquí se centra en un grupo de mujeres que sufren la vejación y el desprecio no solo de los peones del campo y del propio dueño (un soberbio Daniel Fanego como el terrateniente de la estancia) sino de la propia ley a cargo de la policía del pueblo, que lejos de ayudarlas, las someten aún más.
La Sabiduría es una excelente película de género —algo bastante inusual en nuestro cine, y eso de por sí ya es un gran acierto— que no queda solo en el recurso facilista del gore, el slasher o el jump scare —recursos utilizados en este tipo de films—, sino que es mucho más inteligente, ya que toma parte de la Historia de nuestro país —la salvaje, la voraz, la indomable— y las conjuga de manera audaz y original. Si a eso le sumamos unas grandes interpretaciones de todos los que protagonizaron el film —hay apariciones secundarias de Leonor Manso, Juan Palomino y Luis Ziembrowski— y una fotografía excelente del mismo Pinto, estamos ante una de las mejores propuestas del cine nacional de año 2019.