No es lo mismo ver una foto en una película que en un álbum, una galería o un portarretratos. En los segundos casos, uno controla el tiempo -los minutos u horas- que le dedica a la contemplación, como pasa con la pintura. Algo de esto nos dice Roland Barthes, en su libro Cámara Lúcida, cuando nos explica que, para que algo en una foto nos lastime o nos penetre -algún detalle que solo nosotros notamos y que nos obsesiona, lo que él llama el punctum, que está más allá de todo sentido social e histórico- tenemos que contar con la posibilidad de abandonar la imagen, mirar hacia otro lado o cerrar los ojos, y luego volver a ella. Por eso, dice el autor, este proceso no puede replicarse en el cine, porque la imagen cambia en cada momento. Ahora bien, hoy sabemos que estaba equivocado. La teoría cinematográfica, desde entonces, recogió el concepto barthesiano y lo convirtió en un cliché (un buen ejemplo lo encontramos en el libro Cinefilia e Historia, de Christian Keathley). Resulta que, en el cine, el punctum nos interpela igual, a pesar de la fugacidad del medio. Pero, eso sí, lo perdemos de vista rápidamente.
Digo todo esto porque el nuevo film de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado, La Sal de la Tierra, juega precisamente con las distancias entre cine y fotografía. Gran parte del metraje está compuesto por la obra del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado (padre de Juliano), quien también acompaña y contextualiza las imágenes con su narración. El resultado evoca a otros films que hilvanan una sucesión de fotos o se detienen en una sola, desde La Jetée de Chris Marker hasta Letter to Jane de Godard y Gorin. De todos modos, en este caso, también apreciamos algunas filmaciones, tanto de Wenders como de Juliano. Pero lo más memorable, sin duda, sigue siendo el trabajo de Sebastião, sus recorridos por selvas congolesas o amazónicas, minas de oro brasileñas, carreteras ruandesas, pozos petroleros incendiados, eternos campamentos de refugiados. Y, en cada paisaje, los cuerpos de hombres cubiertos de petróleo, brillantes como si estuvieran hechos de hojalata; los rostros agotados de familias hambrientas, que huyen de alguna guerra; la dureza y dignidad de trabajadores anónimos sobre fondos industriales.
Al formar parte de una película, las imágenes están encadenadas según un ritmo establecido por Wenders, aparecen en la pantalla por unos instantes y luego dan lugar a otras. Las fotos, en este nuevo contexto cinematográfico, siempre se nos escurren y lo que encontramos en ellas -lo llamemos punctum o por otro nombre- se nos escapa, nos queda como algo que apenas creemos haber visto, convertido rápidamente en el recuerdo de un recuerdo (salvo que congelemos el fotograma, obvio). La Sal de la Tierra se sostiene gracias al efecto acumulativo de las imágenes de Sebastião. Después, lo demás es menos valioso. Wenders se enamora demasiado de su objeto de estudio y no hace otra cosa que arrodillarse ante la figura trillada del artista romántico y solitario, como si se tratase del personaje de Sean Penn en La Vida Secreta de Walter Mitty. Y entre Wenders y Salgado repiten, una y otra vez, las mismas sentencias, igualmente trilladas, sobre la crueldad del hombre, el infinito dolor que sufren algunos e infligen otros, la hermosura de la naturaleza terráquea, etcétera, etcétera, hasta que uno cree estar escuchando la voz de Klaatu, el sabio y solemne extraterrestre de El Día que la Tierra se Detuvo. Hay poca o nula reflexión sobre los eventos históricos y específicos que se muestran, solo una rendición ante la escala del sufrimiento y la estupidez del ser humano. Las fotos, en este sentido, hablan por sí solas, aunque muchas de las anécdotas que comparte Salgado, sin duda potentes, ensanchan aún más los abismos que revelan las imágenes. Pero el trabajo de Wenders, e incluso algunos comentarios del brasileño, le restan misterio a las fotografías al simplificarlas con frases autoconscientemente “profundas”.