Desconfiar de las imágenes
Es difícil no rendirse ante el poder subyugante que generan las fotografías de Sebastião Salgado en este documental bastante convencional de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado. La música, el relato en off, los paisajes, crean una especie de adicción, una belleza que seda, que deslumbra, aún cuando el registro remite al horror. Está claro que para el artista brasileño la mirada de un orangután está puesta en el mismo nivel que la de un chico desnutrido en Africa. Y aquí empiezan los problemas o al menos algunas preguntas que, otrora, se transformaban en verdaderos debates: ¿qué hay detrás de una imagen?, ¿cuáles son los límites de representación?, ¿cuál es la moral del artista detrás de la cámara? El mismo Wenders dedicó varios años a formular estos interrogantes antes de que sus películas se acomodaran a la era de las multipantallas. Hoy se ha transformado en un realizador cuya puesta en escena ya no dialoga con los materiales elegidos y el resultado es un film de pleitesía, de belleza comercializada, más cerca de un libro enciclopédico, de una señal de televisión en alta definición, que del cine.
La sal de la tierra contiene muchos elementos de Salgado afines a la poética Wenders: el viaje como experiencia estética, el estatuto de las imágenes, la mirada. Sin embargo, lo que hace ruido es el posicionamiento enunciativo que la película propone. Hay una simbiosis de voces (la de los directores con la del fotógrafo en cuestión) que se funden en un solo plano de condescendencia, sin poner en crisis jamás el dispositivo ni el objeto del que se habla (que de por sí es polémico en el tratamiento de la miseria y de la tragedia como prolijos objetos artísticos, un eufemismo, quizá, de lo que en los setenta se denominaba “pornomiseria”). Cada palabra frente a las fotografías parece ser un placer culposo, como si de la desgracia emanara la belleza como la única manera de hacer digerible el horror. Obviamente que se requiere de talento para eso y a Salgado le sobra; Wenders, en tanto cineasta, no cuestiona, no hace entrar en tensión los discursos y se rinde ante un cierto ideal de encanto sublime más apto para mentes bien pensantes que para mentes que piensan.
Es curioso este procedimiento en un director que ha dedicado gran parte de su vida a reflexionar sobre las imágenes. Los diversos escritos que se incluyen en el libro El acto de ver dan cuenta de cómo su análisis conduciría paulatina e inevitablemente a la neutralidad de su mirada, tal como se advierte en este documental. En los ochenta, Wenders denunciaba el peligro latente en aquellos films que ejercían una violencia durante su proyección en la medida en que limitan a los espectadores sobre lo que tienen que ver. Ese mismo mecanismo manipulador, propio de la publicidad y de la moda (dos discursos por los que el director alemán ha estado muy interesado en los últimos lustros), es el que propone La sal de la tierra: lo espiritual, lo sublime, parece ser la fórmula de un misticismo irresistible ante el cual resulta arduo desprenderse. El punto de vista del documentalista se confunde con el del artista y entonces ya no se trata de pensar cómo se ve sino de sumergirse en el acto mismo de ver. En este sentido, la relación con las imágenes y con la obra del artista en cuestión es bastante inofensiva: consumimos belleza rápido, aceptamos sin reparos esas imágenes que clausuran. Ya en sus escritos de los años noventa, Wenders sabía que no podía mantener el mismo tenor discursivo en torno al estatuto de las imágenes frente a la proliferación de las tecnologías digitales. Relámpago sobre el agua (1980), su polémica película que muestra la agonía de Nicholas Ray, era la despedida a cierta idea de cine clásico y por ende a un tipo de imágenes; con Hasta el fin del mundo (1991), el futuro se postula como un torrente de figuraciones. Atrás han quedado los modos de pensar qué actitud moral esconde un plano, un encuadre (los alemanes tienen la palabra perfecta para incluir las dos instancias en un una, “einstellung”). La mirada del documentalista en la película no se preocupa más que por un respeto incondicional frente a lo que se ve. Por momentos, esa deferencia se replica con planos cinematográficos análogos a las imágenes fotográficas, como si no existiera distancia alguna. Los únicos momentos que pertenecen al cine pasan por las historias que contextualizan, pero no aportan una diferencia significativa en tanto y en cuanto son más bien referenciales. Ese acto de rendición implica que no hay mucho para percibir sino más bien para consumir (como en la moda y la publicidad). El resultado entonces es similar a hojear una buena enciclopedia ilustrada con maravillosas imágenes (una expresión de la cual tenemos derecho a desconfiar).