El ojo que llora
La sal de la tierra (2014) podría tomarse como un homenaje propagandístico del realizador alemán Wim Wenders hacia la figura del polémico fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, famoso por sus fotos en blanco y negro, tomadas durante décadas de una punta a la otra del planeta, sobre las atrocidades más grandes de los hombres, aunque en su última etapa con una apuesta esperanzadora a la naturaleza y a la preservación del medio ambiente.
Ninguna fotografía ni película puede captar la vida o la muerte más que como una reconstrucción de imágenes capaces de conmover al ojo y llegar a lo más profundo de las emociones humanas, siempre que exista del lado de quien observa la sensibilidad para despojarse de todo preconcepto y que la concentración en el momento, o en el aquí y ahora, domine cualquier ímpetu distinto al que propone la mirada en ese instante.
En primer término, el director de Paris Texas (1984), anticipa cierta admiración por su personaje y sobre todo al tomar contacto con una foto emblemática del artista, nacido en Minas Gerais, cuyos orígenes como economista derivaron por una necesidad particular y la influencia de su primer y único amor Leila Wanick Salgado, en la fotografía y en el oficio para completar lo que, según sus propias palabras, lo aproximó a un entendimiento más amplio del hombre. La foto que conmovió a Wenders es la de una mina de oro en Brasil, la ambición del hombre sintetizada en una expresión del rostro o desde la postura arriesgada de escalar una montaña bajo el riesgo de caer al vacío y arrastrar consigo a otros en la misma situación. Al manifestar esta posición como todo documental que asume un lugar de observación, resalta ciertos aspectos y omite muchos otros en relación a la misma persona retratada. No hay cuestionamientos éticos sobre el trabajo de Salgado, aunque hubiese sido a los fines prácticos innecesario porque el protagonismo de La sal de la tierra lo tienen las imágenes y no la interpretación sobre ellas.
El ojo mira, observa, ve, selecciona, parcializa, juzga, magnifica o reduce cualquier expresión de la vida y de la muerte. Esas dos energías contrapuestas, que se ocultan siempre y que son tan difíciles de atrapar por medios artificiales –como una cámara de fotos o su extensión en la de cine-, representan para el fotógrafo el mayor desafío no intelectual, sino de su capacidad de narrar con la luz y la sombra, símil a lo que un escritor genera desde su pluma o ficción. Cada encuadre de Salgado, cada postal de su fotografía social encierra una ética, encapsulada en el oportunismo de ser testigo de algo que nadie sino él pudo y puede ser.
Ahora bien, La sal de la tierra cuenta como co director con el hijo de Sebastião Salgado, Juliano Ribeiro Salgado, para interpelar desde el documental a un padre ausente, pero también para sacar provecho de su experiencia de vida, de las lecciones morales o no que pueda dejar como legado, y en ese sentido recobra un mayor significado el uso de la voz en off del propio fotógrafo para complementar el despliegue de imágenes de sus trabajos, que van desde las hambrunas en el continente africano y las matanzas étnicas hasta los horrores de la guerra en Serbia y Croacia, pasando por la locura mesiánica de la guerra del Golfo y el espectáculo dantesco de los petrodólares pulverizados por la ambición de los hombres.