Después de la excepcional Hacerme feriante, el predio de La Salada ya cuenta con una segunda película, ahora de ficción. Sin embargo, esta vez el espacio de la feria no es el centro al que se dirige la mirada en busca de un universo desconocido, sino un fondo en el que se encuentran dispuestas previsiblemente la marginalidad y unas condiciones de vida precarias sobre las que van a imprimirse varios relatos: el de un padre coreano encargado de dos locales y de su hija que está a punto de casarse; el de un joven taiwanés desarraigado que sobrevive copiando películas que después vende en su puesto; el de un tío y un sobrino bolivianos que llegan a Buenos Aires buscando trabajo y son empleados por un paisano en un restaurante coreano. Como en toda película coral, las historias crecen una al margen de la otra hasta que se conectan a través de sus personajes. El debut de Juan Martín Hsu es sólido: la puesta en escena es económica pero consistente, el director no utiliza ni un solo plano de más, y el encuadre, casi siempre calculadísimo, alcanza a dar cuenta de una enorme cantidad de movimiento e intercambios en su interior. El problema de La Salada no es tanto formal como del orden de los temas: en sus momentos menos lucidos, la película parece una versión mejorada y más pudorosa de Babel, como si el retrato de la pobreza, cuando entra en contacto con las humillaciones y frustraciones que padecen los protagonistas, dieran como resultado algo muy parecido a ese cine de corte internacional que explota la miseria y que la filmografía de Iñarritu resume a la perfección. La opera prima de Hsu se acerca demasiado a esa fórmula y en más de una ocasión cae bajo su peso. De a ratos, el guion parece dedicado casi exclusivamente a sumir en la alienación a los protagonistas sin dejarles el más mínimo resquicio para hallar alguna clase de tranquilidad, ya no digamos de felicidad. Se dice que las películas nacen todas iguales, pero también es cierto que una vez liberadas en el mundo se vinculan entre sí: que La Salada se revele como un objeto tan diseñado, que parezca tan pegado a una moda del cine como la de ese nuevo pobrismo internacionalista que mencionábamos, es en buena parte obra del trabajo de otra película anterior como Hacerme feriante, que se sumergía de lleno en el espacio caótico de la feria sin un plan previo y que, por eso mismo, descubría un mundo nuevo y fascinante. La cuestión, entonces, es que la película de Hsu viene a surcar un terreno que ya había sido en parte descubierto y cartografiado por un explorador mejor pertrechado.