Paseo por una sucursal del infierno
Aquello que podría haberse convertido en una colección de lugares comunes es, sin embargo, un melancólico retrato de dos desesperados que atraviesan la larga noche bogotana. Para ello, Navas se apoya en el buen trabajo de Gloria Montoya y Quique Mendoza.
Un taxi anda en medio de la ciudad, la noche y la lluvia; en su camino se cruzan el sexo y, sobre todo, la violencia. Posible síntesis argumental de Taxi Driver, ésa podría ser también la de La sangre y la lluvia, ópera prima del colombiano Jorge Navas, con antecedentes en documentales, comerciales de televisión y videoclips. Pero Travis Bickle andaba en busca de problemas, y en el caso de Jorge (Quique Mendoza) los problemas andan en su busca. Alguien acaba de asesinar a su hermano, en un episodio de violencia callejera del que Jorge –tal vez demasiado frágil, para un entorno en el que la vida vale menos que un gramo de cocaína– no logra reponerse. Con los asesinos detrás de él, consigue una pistola. En medio de su recorrido –siempre nocturno, como el de Bickle– se cruza con Angela (Gloria Montoya), chica de discoteca, a quien termina subiendo a su auto.
Algo así como una Jodie Foster en versión adulta, Angela practica el sexo casual, sin importarle demasiado género o número. En baños y pasillos consume, en grandes cantidades, el principal producto de exportación de su país (uno que no es café ni esmeraldas). Eso no le permite calzar del todo bien en el prototipo de princesa desvalida. Además, tampoco es que el taxista se fantasee como caballero andante, como lo hacía su antecesor neoyorquino. Antes que el rescate heroico, la relación entre ambos pasa entonces por alguna forma de identificación mutua. Identificación tal vez fundada en que ella –que parece tan fiestera– carga también una pesada mochila personal.
Si algo se lee en los rostros de Jorge y Angela es desprotección. Sobre todo en el de ella, a quien la morocha Gloria Montoya, de gran presencia cinematográfica, logra hacer sexy y vulnerable. No por nada en una de las paredes de su departamento cuelga un afiche de Marilyn. Oscuro y desolado descenso a los infiernos, La sangre y la lluvia observa un paisaje de corrosión social a través de un tamiz criminal. Fotografiada en clave bajísima, Bogotá es aquí un mundo del revés, en el que los criminales más despiadados –así como los peores drogones– resultan ser los policías. Con la ley del otro lado, los taxistas terminarán cumpliendo el papel de Séptimo de Caballería.
Es posible que algunas circunstancias de La sangre y la lluvia luzcan algo forzadas (que Angela no se le despegue a Jorge en toda la noche, por ejemplo) y otras, inverosímilmente estiradas (lo que podría resolverse con un par de balazos se convierte en secuestro injustificado). Así como el nombre de la chica y el de un amigo, apodado Diablo, subrayan en exceso la visión de Bogotá como sucursal del infierno. Pero Navas (Cali, 1973) sabe hacer algo que en la región no es moneda corriente: narrar con armas cinematográficas. La cámara está siempre bien ubicada; el montaje es fluido; la duración de los planos, precisa. No acude a primeros planos, profundidades de campo y algún ralenti por puro manierismo, sino por necesidades expresivas. Lo mismo podría decirse de varios fundidos encadenados y un par de intrusiones musicales que avisan que, a pesar de las apariencias, el sentimiento de fondo no es aquí el furor, sino una forma herida de la melancolía.