Película amable, de fácil visionado y disfrute, que va contracorriente de la actualidad cinematográfica donde la grandilocuencia manda, La Señora Harris va a París recoge el testigo de un cine que peina canas, pero cuando vuelve siempre resulta una experiencia regocijante.
La historia de Ada Harris (la deliciosa Lesley Manville) se desarrolla en 1957. La dama vive suspendida en el tiempo, a la espera de noticias de un marido que se fue a la guerra, y repitiendo una y otra vez cada día como una letanía. Su trabajo es limpiar casas, su vocación es dar una mano siempre que sea posible; y su cable a tierra, una amiga y vecina llamada Violet (Ellen Thomas). La señora Harris es una persona simple y optimista a toda prueba por eso, cuando se enamora de los diseños exclusivos de Christian Dior y una serie de golpes de suerte le permiten soñar con viajar a Francia a comprarse uno, no duda en que será una tarea sencilla. Y a la vez, por una vez en su vida concretar un deseo que cree inalcanzable para su realidad cotidiana: dejar de ser invisible.
Su llegada a París, así como también su interacción con personajes tan disímiles como la antipática señora Colbert (soberbia Isabelle Huppert), el marqués de Chassagne (Lambert Wilson), la modelo con aspiraciones Natasha (Alba Baptista) y el invisible contador André Fauvel (Lucas Bravo, cara conocida para los fans de Emily in Paris), ponen a la señora Harris nuevamente en el dilema de intervenir en cada una de sus vidas, o fracasar en el intento.
El director y guionista Anthony Fabian se toma algunas licencias, tanto en relación al libro original de Paul Gallico (conocido en español como Flores para la señora Harris) así como también en relación al telefilm que filmó en la década del 90 Ángela Lansbury, programa habitual en los fines de semana de la televisión local de la época.
Aunque el esqueleto argumental es el mismo en todos los casos, esta versión reafirma el concepto de cuento de hadas, tanto en la construcción de la protagonista como en el actuación de algunos secundarios, y especialmente en el suavizado del agridulce final que tiene el texto original.
Nada en La Señora Harris va a París funcionaría tan bien de no ser por su protagonista. Lesley Manville le aporta una dulzura al personaje que resulta clave para que el resto de sus pares fluya a su alrededor de manera orgánica. Por momentos decidida, por momentos tímida, tanto en su fragilidad como en su fuerza a la hora de convertirse en una especie de líder. Ada Harris cree en los valores y la decencia, tanto suyos como los del resto. Y no habrá adversidad que la haga pensar lo contrario.
Con mirada sensible, y sin estridencias ni golpes de efecto (más allá de los necesarios) en la narración, La señora Harris va a París pinta un mundo sencillo y a la vez poderoso, donde las buenas acciones tienen recompensa y cualquiera puede alcanzar sus sueños si es honesto consigo mismo y con sus pares. Un mensaje que para el cine al que estamos acostumbrados podría considerarse revolucionario. O lo que es peor, subversivo.