Pequeñas miserias de la vida conyugal
Extrañábamos al cine iraní. Tras disfrutar de las películas de Abbas Kiarostami o Jafar Panahi, los inconvenientes por los altos costos de importación y la falta de títulos resonantes en los festivales hacían pensar que aquel gran momento de la producción de ese país ya era asunto del pasado. Pero basta ver la multipremiada La separación, de Asghar Farhadi, para comprobar una vez más la vigencia de los directores de ese origen, su creatividad e inteligencia, y la profundidad de sus temas.
Una elocuente primera escena pone en autos el conflicto básico, que tendrá derivas varias a lo largo del film: una pareja explica ante un juez –la cámara ocupa su lugar- las causas de su separación: Simin quiere comenzar una vida diferente en el extranjero para lo cual han conseguido las visas, pero Nader, su marido, se resiste a dejar la casa familiar con su padre quien sufre de Alzheimer y requiere de sus cuidados. El problema es la hija de ambos, Termeh, una preadolescente: él se niega a dejarla partir y el juez les aconseja subsanar sus diferencias. Intuimos que ese dilema envuelve otros conflictos matrimoniales, no explicitados. Entonces la que parte es Simin, a casa de su madre. Esa decisión obliga al marido a contratar una mujer para cuidar a su padre, y ella llega con una hijita, aunque la tarea a cumplir parece superior a sus capacidades. A partir de allí, se sucederán las vicisitudes de esa nueva relación laboral, que va empeorando día a día hasta que todos terminan nuevamente ante el juez.
La separación retrata con toda naturalidad y realismo los conflictos que se establecen entre esas dos familias: la de los empleadores -profesionales burgueses- y la de la empleada -ella muy religiosa, él desocupado y resentido-, separados por diferencias religiosas y sobre todo de clase. Ambos grupos sociales se ven envueltos en un enfrentamiento que no parece tener solución y, si la encuentran, será a costa de trasgredir distintas facetas de la honestidad. Tal vez de manera algo esquemática –pero no sabemos cuánto, debido al sistema patriarcal de Irán- el film muestra el absoluto acatamiento –incluso el temor- que toda mujer siente ante su marido, aunque los dos personajes masculinos involucrados parezcan confundidos, erráticos, y tan vulnerables como brutales. Aún así, ambas mujeres, con sus diferencias culturales, son quienes tratan de encontrar la solución a los conflictos que van emergiendo entre ellos.
La acción está filmada en planos medios y ágiles en ambientes cerrados, claustrofóbicos -el departamento, el pasillo, el hospital, la oficina del juez- donde los hechos se suceden de manera bastante vertiginosa y parecen escaparse del control de cada uno de los personajes, incluso del espectador, ya que es frecuente la elipsis. Las actuaciones estupendas –sobre todo Peyman Moadi y Leila Hatami como Nader y Simin- aportan una fuerte cuota de verosimilitud. Es fundamental la presencia de Termeh (Sarina Farhadi, hija del director) quien, junto a la otra niña, resultan inquietantes y angustiadas testigos de las debilidades y renuncios de sus padres.
La anécdota doméstica establece de manera magistral un cuadro pormenorizado de una sociedad de la que poco sabemos, donde la religión pesa sobre cada decisión cotidiana, y las diferencias de sexo, educación y clase son determinantes. Este film, que apela a la identificación emocional, también habla de conflictos universales, abre interrogantes -no juicios- sobre las relaciones de poder y cuestiones éticas: la relatividad de las conductas humanas, el valor de la verdad y la responsabilidad. El film tiene un gran final -en simetría con el formidable prólogo-, que se resiste a cerrar y que apela a la participación del espectador, como aquella escena inolvidable de A través de los olivos.