Cuando lo familiar se vuelve político
Lo que en un comienzo parece apenas un pequeño drama doméstico va creciendo en densidad e implicancias de todo tipo, hasta que el film de Farhadi –Oso de Oro de la Berlinale y Oscar al mejor film extranjero– adquiere una complejidad impensada.
Aunque ya tenía cuatro largometrajes previos en su filmografía (incluyendo el Oso de Plata de la Berlinale 2009 por Acerca de Elly), el director iraní Asghar Farhadi seguía siendo casi un desconocido, opacado sin duda por sus colegas más famosos, Abbas Kiarostami, Jafar Panahi y la familia Majmalbaf. Pero a partir de ahora habrá que prestarle atención a su nombre: consagrada La separación con el Oso de Oro de la Berlinale y el Oscar al mejor film extranjero, Farhadi viene a sumarse a la tradición del mejor cine iraní con un film que, sin embargo, tiene su propia impronta y se aparta de la línea dura de sus predecesores, privilegiando la construcción del guión por sobre la puesta en escena.
La película empieza por aquello que en apariencia es su nudo dramático: Nader y Simin están frente a un juez dirimiendo, en términos bastante ásperos, su separación. Está de por medio no sólo una hija preadolescente sino también el padre de Nader, enfermo de Alzheimer. Para cuidarlo, Nader –clase media urbana, con recursos– contrata a una mujer, de la que ignora casi todo: que está embarazada (su condición la oculta el chador), que no tiene el permiso de su marido para trabajar y que está atravesando su propia crisis de pareja, en términos muy distintos a los suyos.
Aquello que en un comienzo puede parecer apenas un pequeño drama doméstico va creciendo en densidad e implicancias de todo tipo, hasta que el film de Farhadi adquiere una complejidad impensada. La separación aborda primero problemas de clase, luego –a raíz de una serie de mentiras y manipulaciones de todas las partes involucradas– plantea cuestiones de orden cívico e incluso ético y, finalmente, como corresponde a una sociedad gobernada por un régimen teocrático, aparecen conflictos religiosos y de conciencia.
Lo notable de Farhadi es que logra ir introduciendo todos estos distintos niveles de lectura con una puesta en escena siempre simple, transparente, pero capaz de transmitir una verdad a la que no son ajenos los excelentes actores, entre ellos Leila Hatami, el rostro a partir del cual Abbas Kiarostami creó todo un film, Shirin (2008).
En dos ocasiones, los personajes de La separación se encuentran ante un juez y exponen, por turnos, los fundamentos de sus respectivos planteos. Se invita al espectador a ocupar el lugar de este árbitro judicial y a tomar partido por uno o por otro. Y la fuerza de la película está en su capacidad para hacerlo dudar y hacerle varias veces cambiar de campo a medida que se desarrolla la intriga.
Estas dos situaciones destacan la significativa ambigüedad del título. Cuando la mujer reclama el divorcio y el derecho de irse a vivir con su hija de 11 años (acuerdo que su esposo Nader rechaza), todo indica que la separación es de orden marital. Pero de una confrontación privada, la película salta a un conflicto social, dando a su observación un alcance mucho más general, eminentemente político. Con gran sutileza e inteligencia, el director Asghar Farhadi utiliza los teatros íntimos, familiares, para destilar la idea de que en Irán la mentira y la manipulación se practican a todos los niveles. Y que los comportamientos impuestos merecen discutirse, e incluso impugnarse, como termina haciendo –no sin coraje– este film que devuelve al cine iraní al centro de la escena cinematográfica internacional.