La revelación de un mundo
Un filme iraní llegó el fin de semana a las salas comerciales cordobesas: ¿se tratará de un milagro? Nada más lejos, pues como siempre en el reino del capitalismo hay una explicación precisa para dicho estreno (como también la hubo el año pasado para el penúltimo filme de Abbas Kiarostami, Copia Certificada, que acaso llegó al Showcase por su prosapia europea y no tanto por su calidad excepcional): La separación, de Asghar Farhadi, es la ganadora del último Oscar a Mejor Película Extranjera, además del Oso de Oro del Festival de Berlín, y viene precedida por un considerable éxito en los mercados occidentales. Se trata de un filme que registra de manera minuciosa el resquebrajamiento de dos familias a partir de un incidente doméstico, y desde esa intimidad revela cómo el Estado teocrático de Irán atraviesa la vida cotidiana de las personas y promueve comportamientos definidos, a veces no tan puros como se podría suponer.
El segundo plano de la película nos introduce ya a un mundo específico, que uno ubicaría a una considerable distancia del nuestro: en un plano medio subjetivo, asistimos de frente a una discusión entre Nader (Peyman Moaadi) y Simin (Leila Hatami) sobre su posible separación. Ella quiere irse del país porque han conseguido una visa que les permitirá dicho privilegio para el régimen en cuestión, pero el permiso expira en apenas 40 días y su marido se ha arrepentido del proyecto común y quiere quedarse en Irán a cuidar a su padre enfermo de Alzheimer. También hay una hija preadolescente en disputa. El plano, sin dudas el mejor de la película por su secreta complejidad y belleza, reproduce la mirada del juez que definirá la querella, poniendo al espectador en su lugar: durante el resto del metraje la película no hará otra cosa que achicar esa distancia entre el público y la cultura registrada, y complejizar cualquier toma de posición sobre el conflicto. Que además irá en vertiginoso ascenso, ya que la disputa matrimonial será apenas un disparador impensado de otros incidentes más graves, que involucrarán a nuevos personajes. Principalmente, a la mucama que Nader contratará para cuidar a su padre, ahora que Simin ha abandonado el hogar: como en una tragedia griega, las circunstancias se irán confabulando en contra de los protagonistas para que todo termine en un terrible dilema, de nuevo ante la Justicia.
Se dirá, con razón, que hay cierto voluntarismo en el guión para la construcción de los malentendidos que llevarán a Nader y los suyos a enfrentarse a la familia de su mucama, de una clase social sensiblemente inferior. Más grave aún, el director se permitirá alguna elipsis en el relato para poder mantener el suspenso sobre la verdad detrás de la versión de cada parte, algo que se puede definir como simple manipulación del espectador. Porque apenas se inicie la nueva querella judicial, cada personaje empezará a distorsionar los hechos para tratar de mejorar su posición en la disputa, aunque no sin nuevos conflictos con ellos mismos o su religión. Es más, se podría afirmar incluso que el director toma posición a favor de la familia de clase media- alta, que en definitiva es el punto de vista desde el cual se estructura el relato y se filma el conflicto (resulta sintomático que el filme nunca se introduzca en la intimidad de la familia pobre, a no ser cuando lo hace Simin). Pero tales desajustes no llegan a ser regla, y son compensados por una sincera voluntad de humanizar a todos los involucrados: los mejores momentos de la película transcurren incluso cuando Farhadi registra a los niños y reproduce su mirada de las disputas de los adultos. Filmada enteramente con cámara en mano, casi absolutamente con planos medios, la película transcurre siempre en espacios cerrados, reproduciendo en su forma los laberintos kafkianos en que se desenvuelve la vida de sus protagonistas: se trata de mostrar, en definitiva, el momento en que el hartazgo supera todo orden ético o religioso, y entonces afloran los peores instintos. Allí finca además la notable universalidad de la película, capaz de generar empatía en espectadores de cualquier rincón del planeta. Por lo bajo, Farhadi desarrolla ingeniosamente una amplia variedad de temas (el machismo de la cultura iraní, las relaciones filiales, las diferencias de clase, la educación de los hijos, la cultura de la violencia, la preeminencia de la religión en los pobres, el choque de la tradición y la modernidad en Irán, su curioso sistema judicial, etcétera), componiendo un fresco luminoso sobre un país que entonces quedará menos ajeno a nosotros.
Por Martín Iparraguirre