Cuando la mentira es la verdad
En La separación, quinto opus del realizador iraní Asghar Farhadi, premiado en la Berlinale con el Oso de oro y recientemente ganadora del Oscar a mejor película extranjera, las víctimas son la verdad y los niños por los actos mezquinos de los adultos.
La diferencia entre ética y moral también se pone en juego a partir de situaciones cotidianas que llevan a cada personaje a tomar decisiones que afectan su entorno pero de las que se responsabilizan muy poco. Y hablar de moral en una sociedad tan retrógrada como la iraní es reflejar el peso de la tradición y la religión por encima de todas las cosas. Elementos que son incuestionables y que con inteligencia Farhadi a fuerza de un guión sólido expone sin ningún tapujo.
El detonante es un pedido de divorcio solicitado por la esposa Simin (Leila Hatami, ganadora del Oso de plata) a su marido Nader (Peyman Moadi, ganador del Oso de plata) tras el rechazo de acompañarla en su proyecto de dejar el país junto a su hija preadolescente Termeh (Sarina Farhadi). El argumento del hombre es que no puede abandonar el cuidado de un padre que padece alzheimer pero a Simin no le alcanza y deja el hogar de todas maneras.
Por ese motivo, Nader a cargo de su hija debe contratar a una cuidadora para que atienda las necesidades del anciano durante las horas que él no está en la casa. Acompañada por su hija pequeña, la cuidadora realiza su tarea como puede dado que está embarazada.
Un incidente -que no se revelará aquí- desencadenará una serie de consecuencias que sumergen al relato en una especie de thriller judicial que hace blanco precisamente en las aristas de un sistema jurídico perverso, atravesadas por el prejuicio, las diferencias sociales y la falsa idea de justicia.
Sin tomar posición en cuanto a juicio de valor sobre sus personajes y equilibrando los puntos de vista, el director iraní escarba en lo más profundo de la condición humana con un retrato descarnado de cada una de sus criaturas con la distancia necesaria para que se muevan en un microclima de mentiras, egoísmos, vanidades, orgullos, contradicciones y vulnerabilidades, que vistas desde los ojos de un niño -en este caso dos niñas- contribuyen a que se pierda la inocencia y lo que es mucho más grave el valor de la verdad.
Reza el dicho popular que los niños siempre dicen la verdad porque no hay moral que los condicione ni ética que los ate a las vicisitudes de la vida. Sin embargo, cuando esos niños crezcan y se conviertan en adultos conocerán que la justicia no siempre es la búsqueda de la verdad.