La sequía: Ex nihilo nihil fit
Una mujer vestida de gala aparece en medio de unos médanos y recorre ese mundo circundante sin motivo aparente.
“Hay una que no soy yo y otra que tampoco. Ha muerto una para que viva la otra”. Los versos que abren y cierran La sequía ansían representar poéticamente aquello que las imágenes y sonidos apenas logran transmitir durante el resto del metraje. La película de Martín Jáuregui, rodada en los desérticos parajes de Fiambalá, en la provincia de Corrientes, comienza con el plano de una mujer bajando lenta y trabajosamente un médano. Los naranjas, rojos y ocres, filtrados por la cámara del documentalista Diego Gachassin, serán prácticamente los únicos tonos de la paleta visual, en agudo contraste con el violeta de la vestimenta de la mujer, de nombre Fran (Emilia Attias). Algo no cierra: su vestido largo, los zapatos de taco alto, el peinado cuidado, su aspecto general de revista de moda no parecen coincidir con el entorno, como si hubiera sido teletransportada. Es parte del juego narrativo de la historia que comienza a desarrollarse a partir de ese momento: Fran –una popular actriz de televisión de Buenos Aires, de visita en el norte del país– camina sobre la arena luego de escaparse imprevistamente de una fiesta. Y de su hábitat natural.
Fran no pronuncia palabra durante la primera media hora de relato. Los gritos de una pelea por asuntos profesionales llegan bajo la forma del flashback sonoro, única explicación de la crisis laboral y personal de la misteriosa figura que se pierde en el desierto. Como un fantasma o, mejor aún, un Pepe Grillo gritón, el personaje interpretado por Adriana Salonia, representante y amiga, aparecerá de manera recurrente para ofrecerle consejo a Fran, desde cuestiones contractuales hasta la necesidad de protegerse del sol. “Hay que hidratarse, mamita”. Obsesionada con la repercusión del extraño hecho en las redes sociales, Fran, por vía indirecta, gracias a la voz de esa presencia imposible, dispara hashtags para describir su escape. Las formas pegajosas de los estereotipos (sociales, pero también cinematográficos) hacen su primera aparición para nunca más abandonar la pantalla. Fran/Attias camina y camina y la cámara se embelesa con su belleza y con la posibilidad de hacerle hacer cosas impensadas para una estrella de la tevé: escalar una pequeña montaña de arena, freírse bajo el sol, dormir a la intemperie en el frío de la noche de altura.
No parece haber una evolución real y concreta del personaje a lo largo de las horas de la escapada, a pesar de los efectos especiales (constelaciones en el cielo, una ballena voladora, piedras que comienzan a flotar) que insisten en afirmar lo contrario. El cruce con algunos habitantes del lugar provoca, más allá de las intenciones, algunos chispazos de costumbrismo, un humor aguachento. La catarsis final luego del rescate de una anciana sabia –otro arquetipo, salido del manual de estilo de Leonardo Favio, aunque leído de manera literal y con escaso vuelo– cierra la fábula de la actriz en busca de su esencia con baño bautismal incluido.