Viajo sola
Si una película necesita explicarse y no precisamente por sus imágenes por lo general ese detalle no menor refleja un obstáculo imposible de subsanar y por más intentos y trucos que se pretendan realizar no hay camino posible para llegar a algo. Eso le ocurre a La sequía, debut de Martín Jauregui, quien plantea desde el vamos un juego de contraste entre el imponente desierto de Fiambalá, en la provincia de Corrientes, y el vestuario de la protagonista de esta anécdota mal contada.
Emilia Attias, rostro televisivo si los hay, interpreta a una actriz televisiva en plena fuga. La fuga que no va a ninguna parte se ancla con su presente y esa suerte de hastío existencial cuando nada de lo que la rodea la completa. Caminar en el desierto sin emitir una palabra por media hora de película no es ninguna garantía para captar algo de atención, más allá de los estériles intentos de introducir otro contraste de verborragia y algo de humor que desentona a cada segundo, a pesar de la sobreactuación de otro rostro televisivo como Adriana Salonia.
Nada de lo que le ocurre a Fran (así se llama el personaje de Attias) resulta interesante como para entender su búsqueda espiritual, ni siquiera los flashbacks sonoros o la ambigüedad con el personaje de Salonia, su híper histrionismo y la referencia obvia a todo estereotipo que se precie. Incluso al uso “a piaccere” del ya remañido contraste entre lo material y lo espiritual.
Lo único destacable en La sequía no necesita la presencia de humanos ni palabras: los sonidos del silencio y la imponente presencia de los colores de Fiambalá, que parecen guiar la atención hacia ese espacio luminoso para la mirada porque nada de lo que transmita la imagen o el pequeño tour de force de Emilia Attias supera al menos un plano de esa majestuosidad natural.