Sueño de exploradores.
Al acompañar en su aventura a sus cinco personajes, el cineasta incorpora, en su tercer largometraje, elementos de ficción a una estructura de registro documental.
Maximiliano Schonfeld, uno de los hijos dilectos de la movida cinematográfica crespense, regresa a las pantallas con su tercer largometraje, el primero en navegar sobre las aguas del cine de lo real. En realidad, tanto Germania como La helada negra –ambas filmadas en las cercanías de Crespo, lugar natal del realizador– sostenían sus relatos ficcionales sobre la superficie de elementos tomados de la más estricta realidad. La siesta del tigre opera, de alguna manera, en un sentido exactamente inverso: la película comienza a adherir, pausada pero firmemente, elementos de ficción (escritos de antemano en el guion o bien improvisados in situ durante el rodaje) a una estructura de registro documental. ¿Cuánto de la aventura que disfrutan y, en mucha menor medida, sufren los cinco protagonistas ocurrió espontáneamente delante del lente de la cámara? Poco importa, parece afirmar el film en cada una de sus escenas; lo relevante aquí es el viaje, la espera, las faenas cotidianas de una búsqueda que el espectador intuye infructuosa.
Lo importante es la cerveza, podría también decir Cochi, el “líder” del particular quinteto de hombres cuyas edades van desde los 50 hasta los 70 años. Edades biológicas que contrastan –culturalmente, al menos– con la férrea determinación de comportarse como muchachos e incluso como chicos: en el compañerismo y trato amistoso entre los miembros del contingente destaca la preferencia por el contacto aventurero con la naturaleza, la conversación lúdica, la broma nunca pesada. La misión es importante, pero queda siempre relegada a un segundo plano: descubrir algún colmillo o hueso enterrado del famoso Smilodon, un animal también conocido como Tigre diente de sable, felino extinguido hace millones de años cuyos fósiles -afirman más de una vez los viajeros- pueden llegar a hacerlos ricos.
“¿Pero ponían huevos los tigres esos?”, pregunta el menos experimentado de los amigos durante la sobremesa al aire libre. “Esos son rockeros”, afirma otro al escuchar en la lejanía el inconfundible ritmo de la música electrónica bailable. Schonfeld parece dedicarles la película a todos ellos, como quien ofrece un regalo. En determinado momento, un disfraz de Papá Noel hace su aparición, un objeto extraño en el lugar y el momento más insospechado. A pesar de sus ambiciones moderadas, de un aliento minúsculo que nunca abandona, La siesta del tigre logra transmitir durante sus últimos tramos una cualidad bucólica enraizada en algún saber arcaico. El baño en una pequeña cascada, el descanso con las patas en el agua, los paseos en goma sobre la superficie del río dan lugar, durante esos últimos minutos, a un cambio de tono. Cuatro o cinco fundidos encadenados –procedimiento ausente hasta ese momento– permiten avizorar la toma del poder de la ficción: Cochi se duerme y sueña que se convierte en aquello que anhela. O quizás nada de eso sea un sueño, sino la definitiva transformación de la aventura real en una fábula metafísica sobre el hombre, la naturaleza y el indeterminación del tiempo.