En muchos casos, nos lamentamos porque una película es demasiado larga. Hay escenas descartables o argumentos secundarios que aportan poco. Pero en La sirena, el problema es el contrario. Dura menos de 90 minutos y podría -no, debería- extenderse media hora más. Desconozco si el guión original contemplaba otro desarrollo y otra extensión. Lo que terminó en pantalla parece incompleto, casi un borrador.
Para el argentino promedio el título puede ser confuso. Hay una sirena, sí, pero no de las que tienen aletas y cantan con los peces. Tampoco estamos ante una criatura del mar salida de Aquaman. No, es una sirena rusa que reclama amor y que, cuando no lo consigue, busca su venganza. Está instalada en un lago rural, pero puede aparecer en cualquier sitio con agua, en una bañera o una pileta de natación.
La sirena es rusa porque también lo es la película (aunque acá se estrene doblada al inglés). Y ella no es exactamente una sirena sino una rusalka, una entidad de la mitología eslava que, en sus orígenes, era un espíritu de la naturaleza. Con los siglos, su figura fue mutando hasta convertirse en lo que vemos en este film, un espectro vengativo y seductor que lleva a los hombres a su ruina.
Es una leyenda transparentemente misógina y la película lo sabe. Por eso intenta equilibrar la ecuación al darle a una segunda mujer el rol de heroína. Al principio, el protagonista parece ser Roma, un joven nadador que rechaza los repetidos avances de la sirena. Pero su novia, Marina, no tarda en volverse el personaje más resolutivo y relevante de la trama. La acompañan el mejor amigo y la hermana de Roma, y juntos intentan resolver quién es la sirena, de dónde viene y cómo se la puede lastimar. Descubren pistas y llegan a sus respectivas epifanías con una velocidad pasmosa, porque la película está siempre apurada. No se detiene ni para profundizar personajes ni para construir su propia mitología.
Hay exceso de ritmo, conflictos entre personajes que se abren y clausuran en pocos minutos. Es como si solo viéramos el mapa conceptual del argumento, dibujado en un pizarrón en el cuarto de los guionistas. Distinguimos datos, conexiones, nombres y relaciones. Pero de repente se borra el pizarrón y solo queda la impresión de que algo hubo ahí.
No ayuda, por otro lado, que cada intervención de la sirena sea un baldazo de agua fría. Todo el buen trabajo de cámara e iluminación, todo el suspenso, se disuelve cuando ella aparece. Siempre de la misma manera: primero se acerca lentamente, luego chilla y pega un salto, y su rostro se distorsiona digitalmente. Un recurso tan común que ya perdió toda efectividad (¿Alguna vez fue efectivo?).
La película termina abruptamente. Hay un twist o guiño, pero estamos tan mareados que no nos interesa. Es cierto, La sirena no aburre. ¿Cómo podría? No tenemos tiempo para bostezar, como tampoco para que nos importe algún personaje o nos involucremos con la historia. Apenas confirmamos que la película sucede, un hecho en la pantalla. No muy memorable, por cierto.