"La sombra del gallo", el femicidio en pantalla
El realizador se apoya en una trama abundante en indicios, en la que un pueblito ruinoso sirve como ámbito a policías de dudosas actividades.
El policial, se sabe, es un sistema de indicios cuyas interrelaciones arman la trama, en algunas ocasiones de modo más incierto que otro. En su primera película de ficción, filmada en formato Scope, el hasta ahora documentalista Nicolás Herzog (Orquesta roja, Vuelo nocturno) se juega una carta brava, consistente en desperdigar indicios a los que hay que “estirar” muchísimo para llenar los huecos de la red llamada trama. La película trata sobre el femicidio, y también sobre el sentimiento de culpa de quien ayudó a cometerlo o lo presenció, sin hacer nada para impedirlo. Es una de las primeras ficciones argentinas que se hacen cargo de un tema que es uno de los principales en la agenda contemporánea, y eso incrementa el interés de un film en el que el peso de lo no dicho, lo no mostrado, es de tal magnitud que de a ratos amenaza con oscurecerla hasta el grado de noche cerrada.
Desde ya que el asunto es oscuro y la película también lo es, con toda deliberación. Tras ocho años de cárcel, el policía Román (Lautaro Delgado Tymruk) consigue una licencia de cuatro días para visitar a su padre muerto, miembro también de la repartición. Todo transcurre en un pueblito pequeño y ruinoso (la película se filmó en Entre Ríos), lo cual colabora a dar a la ficción un tono de realismo sucio, con interiores descuidados y derruidos. Afincado a solas en la semiabandonada casa familiar (la madre murió bastante tiempo atrás), Román tiene sueños que empiezan a llenarse de recuerdos. Y la vigilia también. Como en la miniserie River (2015), uno de esos fantasmas, el de una chica muerta (Rita Pauls) con la que Román tuvo una relación de pareja, aparece como una entidad bien corpórea, bien real. Mientras tanto Román ha vuelto a visitar a un amigo de su padre (Claudio Rissi, componiendo a uno de esos tipos temibles de tan amables), otro policía cuyos hijos desparraman un denso halo de sospecha. Y las chicas muertas, relacionadas con una red de trata, se multiplican.
Herzog apuesta, en términos de registro, a un realismo sucio hecho de residuos, remanentes que no son sólo objetuales. Es como si todo el recuerdo de Román viniera cargado de detritus semejantes a aquéllos que pisa. Por ese lado (no el del recuerdo, sino el del registro), la película recuerda a El otro hermano, el film más reciente hasta la fecha de Israel Caetano, parentesco reforzado por la inquietante presencia en ambas de Ailan Devetach. En lo que refiere a lo expositivo, el realizador narra con grandes elipsis unidas por hilos tan delgados como el apellido del protagonista. Por lo cual basta que al espectador se le escape un detalle o una relación entre escenas, o no entienda bien una línea de diálogo, para que zonas enteras de la trama queden en la oscuridad. El final, que cierra la película como si le faltara el último acto, corrobora esta voluntad de elipsis a rajatabla, que hace de la historia un rompecabezas para armar.