¿SÓLO UNA CASA?
Según la leyenda, el poeta Simónides de Ceos celebró un banquete en su palacio en Tesalia. Durante el festejo salió un momento hacia la puerta y el techo se derrumbó sobre sus comensales. A pesar de que todos murieron aplastados, Simónides consiguió reconocerlos a partir de las ubicaciones de los invitados. De esta forma, el poeta desarrolló un método para reunir las concepciones de memoria y espacio.
Más allá de ciertas reglas mnemotécnicas, es frecuente asociar lugares con recuerdos, sobre todo, si dichos sitios mantienen un lazo afectivo y personal importante. Una casa, por ejemplo, es uno de los espacios más personales y esa idea se refuerza si se trata del hogar de la niñez.
Pero, a veces, la casa no es sólo una casa, sino la encarnación de otra cosa. ¿Cómo funcionan entonces los recuerdos? ¿De qué manera contribuyen las filmaciones caseras? ¿Cuál es el poder del registro?
El director argentino Javier Olivera plasma dicha simbología en su última película La sombra a través del juego de las funciones de la imagen, de las elecciones en las anécdotas familiares, del breve uso de la voz en off, de la intervención de los sonidos de las herramientas de construcción (de demolición en este caso), del uso del silencio y desde el mismo título. Porque esa sombra no es otra cosa que su propia esencia, la metáfora que él mismo construyó en la niñez sobre la figura imponente de su padre, el director y productor Héctor Olivera.
La imagen adquiere una serie de connotaciones a lo largo de la película que la convierten en el rasgo central. De hecho, el director intercala grabaciones caseras realizadas entre 1972 y 1981 con otras más actuales de la demolición de la casa.
En un primer momento funciona como guía ya que es a través de las imágenes que el espectador conoce y recorre la inmensa casa. Incluso, no parece casual que primero se presente el jardín, ese lugar de libertad y descubrimiento, y luego la mayoría de las habitaciones. El living, el comedor y la cocina son los sitios por excelente que se repiten en diferentes ocasiones desde la plenitud al deterioro.
En un segundo momento, las imágenes operan como el registro de una época de gloria y ostentación. Esto sucede tanto a través del estilo recargado y exótico de su madre a la hora de decorar como también por las fiestas y anécdotas con grandes personalidades del ambiente cinematográfico y cultural. Si bien en ambos casos, el rol de la imagen es esencial, acá en particular interactúa con la palabra.
El tercer momento es el de la simbología propiamente dicha. Aquí, las imágenes de la casa dejan de operar como recuerdos colectivos o del espacio para encarnarse en algo mayor, en la memoria del director, en sus deseos y pensamientos más íntimos. Se puede considerar un quiebre cuando aparece una foto de Olivera bebé con su madre. Los planos detalles y recortes de ambos parecen homenajear a la figura reconocida de la virgen y el niño.
Pero la apuesta del director es mayor cuando asemeja la figura de su padre con la de Charles Foster Kane (Orson Welles) en El Ciudadano. Según el director, ambos hombres salieron de la pobreza, se crearon a sí mismos y construyeron un imperio: la casa en San Isidro, por un lado, y la mansión Xanadu, por otro.
En consecuencia, la figura de Olivera padre se reconoce como algo imponente y digno de adoración. Como la casa. Porque, mientras el documental refuerza la idea de un hogar impenetrable, como refugio y forma de ostentación, Olivera no hace más que encarnar la figura de dicho sitio con su concepción paternal. Entonces, el rol de esas imágenes se vuelve una metáfora muy fuerte, uno y otro son la misma cosa. Allí reside el máximo juego de las imágenes y su contenido, en esa imbricación entre padre y casa que, en definitiva, también es la combinación entre espacio y recuerdo que evoca la leyenda.
Por tal motivo, las constantes comparaciones entre la figura paternal y el cine como un todo indisoluble quedan en un segundo plano. Incluso, a pesar de la inclusión de ciertos fragmentos de películas emblemáticas argentinas o de las anécdotas pues la encarnación entre casa y Olivera padre se torna no sólo un vínculo inquebrantable, sino también un eje inexplorado con anterioridad.
De esta forma, la lógica del documental se vuelve previsible, sobre todo, en un final anticipado de martillos y máquina demoledora. Sin embargo, es interesante todo el trabajo del rol de la imagen y sentido metafórico; esos tres momentos bien podrían ser una versión libre de los momentos del espíritu desarrollados por el filósofo alemán Georg W. F. Hegel para alcanzar lo absoluto a través de un proceso dialéctico y superador.
Ese juego de alternancia de roles y significados que habilita no sólo la propuesta del director, sino también su tratamiento. Como aquella sombra heredada, incluso sin quererlo, o la majestuosa casa/ imagen padre que amenaza con absorber todo a su alrededor; ese mismo enemigo que tantas veces repone el documental y que espera, inmutable, su final.
Por Brenda Caletti
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