Demoliendo al Citizen Kane argentino
“Como Kane, mi padre fue un huérfano devenido prócer, que construye su propio monumento”, señala Olivera hijo sobre esa Xanadú vernácula que fue la mansión familiar. Y munido de viejas películas caseras en Super8, va a la búsqueda de su propio Rosebud.
No todos los días hay ocasión de filmar la demolición de la casa familiar. No cualquier vivienda proyecta la imponencia de la mansión que los Olivera poseyeron en las barrancas de San Isidro. Levantada por el patriarca en sus años de plenitud profesional y económica, y derribada años atrás para construir vaya a saber qué en el lugar en que estaba emplazada, no abundan moradas con el poder representativo de ésta. Tanto poder que, debiendo haberse llamado La casa, la película se llama La sombra. La sombra que el padre –el self-made man criollo Héctor Olivera– echó toda la vida sobre su hijo Javier, quien no tuvo mejor idea que dedicarse a la misma actividad que dio a aquél toda su fama, poder y dinero: el cine. Es mediante el cine que el hijo narra, ahora, la deconstrucción de esa sombra. O su demolición.
El material con que cuenta Olivera (h) le permite narrar la historia de la familia, la de la casa y la del padre. Metros y metros de Super8 registrados por Fernando Ayala, amigo y socio de toda la vida de su padre, desde el momento mismo en que Héctor Olivera se pasea entre los bastidores de lo que será más tarde una mansión de magnate de Hollywood. Su Xanadú: desde el off, Javier Olivera no duda en ver en su padre una versión nativa del ciudadano Kane, antes que el equivalente de un John Ford, Howard Hawks o cualquier cineasta clásico. Dejando de lado La Patagonia rebelde y alguna otra, es posible que la figura de Héctor Olivera, que fundó tempranamente su propia compañía (la famosa Aries, que todavía existe) se haya correspondido más con la de un productor, un poderoso empresario cinematográfico, que con la de un director de cine. “Como Kane, mi padre fue un huérfano devenido prócer, que construye su propio monumento”, señala el hijo, y va a la búsqueda de su Rosebud.
Olivera levanta su monumento precisamente en 1974, año de La Patagonia rebelde (haber trocado por rebeldía la tragedia del título de la novela habla de su olfato comercial). Antes de eso estuvieron la exitosa El jefe, la menos exitosa El candidato, y el hallazgo de la veta comercial con Hotel alojamiento, El profesor hippie y, sobre todo y desde el año anterior, las de Porcel y Olmedo, llaves del tesoro para Ayala y Olivera. El hijo narra el apogeo de la figura del padre mediante fragmentos de películas caseras, y su caída mostrando el vacío de la casa familiar primero, cuando todavía sobreviven muebles, cuadros, objetos artísticos y porcelanas, y su lisa y llana demolición seis años más tarde, cuando los albañiles arrasan con mazas, picos y grúas, hasta no dejar nada. La madre, gestora de esa decoración y sobreviviente durante veinte años a la partida del marido y los hijos, queda en un lugar colateral, desplazado. Así como en las grandes cenas Héctor ocupaba una cabecera, Ayala la otra y mamá se sentaba a un lado.
La sombra es uno de esos documentales cuyo sentido no lo da el contenido, sino la forma. La voz en off del propio Javier Olivera, que narra en primera persona, es intermitente, está llena de pausas. Esas pausas ceden lugar a las imágenes, que hablan por sí solas: la casa llena de “famosos”, hacia fines de los 70, y vacía hoy. O cargada de escombros, vigas, listones de parquet recién levantados. Es particularmente notable el diseño sonoro, obra de quien firma Zypce, y que tanto puede dejar oír los fatales martillazos de fondo como remixarlos, armando con ellos un tema dance. O interrumpir bruscamente una canción de la serie de películas conocidas como “del amor”, que a fines de los 70 rellenaron las arcas del sello. “Destruye la imagen y quebrarás al enemigo”. La cita es de Operación Dragón y viene de la infancia. Javier Olivera la confronta con paredes familiares que caen y, junto a ellas, una imagen del padre. Antes, el hijo había dejado constancia de “la implacable sombra del monumento”, preguntándose cómo ser uno mismo frente a ella. Basta contraponer los fragmentos seleccionados de La Patagonia rebelde con la película que los contiene, para verificar que entre la modernidad estética de ésta y el clasicismo genérico de aquélla media el mismo vacío que deja una mansión demolida.