Uno de los exponentes más finos y cinéfilos entre varios films recientes en el que se traslada a la pantalla una contienda psíquica y familair entre un hombre y su padre
Si Javier Olivera, el director de La sombra, profesara el hinduismo, su deidad favorita sería Shiva, divinidad a la que se le asigna la destrucción. En su magnífica película, destruir significa paradójicamente empezar a vivir, acaso darse a luz en plena edad madura. Una demolición concreta y una muerte simbólica, he aquí las coordenadas narrativas del filme: la casa paterna se convertirá en cascotes y escombros; la figura del padre, una imagen, quedará sepultada. La casa es él y él es la casa.
Así descripta, La sombra podría confundirse con un filme de un homicida, pero debe haber pocas películas recientes tan amorosas y sensibles como esta. Todo empieza con la venta de la mansión de la infancia del director del filme, donde Héctor Olivera, el gran empresario del cine y director de La Patagonia rebelde, vivió por mucho tiempo junto a su esposa y sus tres hijos, aunque no siempre estuvieron juntos. Por esa casa, cuya decoración glamorosa remitía a cada viaje del cineasta por los festivales del mundo, pasaron políticos, directores y estrellas de cine. Más que un hogar, la casa era el Xanadú del cineasta, como lo señala su hijo comparando a su padre con el ambicioso personaje de El ciudadano.
El esplendor de esa época se constata en viejas filmaciones familiares en súper 8, registradas por Fernando Ayala, otro director de cine de suma importancia en ese tiempo, socio y gran amigo de Olivera. La memoria fílmica se contrapone dialécticamente con el presente de la demolición. Así, Olivera hijo registra paso a paso, a través de planos generales fijos, siempre geométricos y obsesivos, cómo varios obreros contratados por los nuevos dueños de la casa desmoronan una propiedad que ya no le pertenece, operación que además pulveriza inexorablemente el sustento físico de las memorias familiares. Duele, conmueve, pero es también la oportunidad perfecta para deshacerse de la “sombra”, el padre, es decir, conquistar definitivamente la propia autonomía.
La sombra es la puesta en escena de un exorcismo peculiar. Entre las imágenes del pasado y las de este presente, Olivera hijo tiene una intuición de cinéfilo. En Operación dragón, Bruce Lee decía: “Destruye la imagen y quebramos al enemigo”. En efecto, parafraseando al gran Chris Marker, el director está preso en una imagen del pasado, y su inesperada astucia para desembarazarse de ella pasará por combatirla a través del sonido. En primer lugar, la voz en off de Oliveira hijo es aquí mucho más que un recurso estilístico: la voz es la oralidad no visible de su propia identidad, expresión íntima con la que busca separarse del padre. En segundo lugar, todos los sonidos (golpes de masa, fragmentos musicales intervenidos, extractos de bandas de sonido de películas) redoblan la apuesta para destituir la novela familiar, música concreta orquestada como si se tratara de una sinfonía inspirada en la furia que subvierte la lógica del relato paterno. La luz nacerá del sonido; la voz ordenará el pasado para afirmar una nueva historia.
Pero no todo en La sombra recae en el conjuro personal. La historia argentina acompaña las memorias del hijo, y la película, casi sin proponérselo, también atraviesa épocas sombrías de la nación: el terror de la Triple A y su perfeccionamiento posterior por los dictadores de turno se infiltran lateralmente en el relato familiar. Por suerte, el exorcismo colectivo ya tuvo lugar y fue varias veces filmado. La misión de Javier Oliveira en esta ocasión era otra, aunque como buen cineasta sabe que su propia historia no está nunca disociada de la Historia.