La sospecha es una de esas películas que se toma el tiempo suficiente como para que uno vaya cambiando sus impresiones sobre la forma en que se comportan los personajes y sobre el significado de las situaciones que viven. Así, por ejemplo, durante un buen tramo se deja interpretar como una apología de la tortura, una especie de reivindicación contemporánea de una variante individual de la inquisición. Sin embargo, la misma historia pone entre paréntesis esa idea y la absorbe en su propia densidad dramática hasta que sólo queda un interrogante en la conciencia del espectador.
Ya en la primera escena, el director Denis Villeneuve expone su complejo catecismo cinematográfico: un plano en el que se ve un bosque nevado y se escucha una voz que recita el Padrenuestro. De pronto, entre los árboles, aparece un venado y, en el borde inferior del cuadro, emerge el caño de una escopeta. Ahí está, todo junto, en una sola imagen: la naturaleza, Dios, la muerte. Además: un padre que felicita a su hijo por la buena puntería y le sintetiza en pocas palabras ese evangelio de las armas típico de la cultura norteamericana.
La carga simbólica, ideológica y estética sería intolerable para cualquier otra película. Sin embargo, La sospecha puede soportar ese peso y mucho más. Es que la desaparición de dos nenas y la desesperación de sus padre por encontrarlas es un tema tan terrible, tan poderoso –parece sugerir Villeneuve– que sólo puede ser tratado como el rompimiento de un tabú, como algo absolutamente fuera del orden natural, y de allí que se imponga esa saturación de sentidos. No hay encuadre en el que no se perciba la reflexión del director sobre la materia que está manipulado, y lo mismo sucede con cada conversación, cada gesto, cada objeto sobre el que se detiene la cámara.
También el guion revela el minucioso virtuosismo de conectar todo con todo, aunque no para abonar la idea de un plan macabro que entrelaza a los hechos con la precisión de un destino manifiesto, sino para mostrar que la realidad es un complejisima trama en la que se combinan elementos tan extraños como la más pura racionalidad y la irracionalidad más extrema.
El suspenso de la investigación policial se transforma así en el misterio del alma humana (la de los padres, la de los raptores, la del detective), y de allí que el clímax de la historia en vez de coincidir con la resolución del caso se fije en el momento en que el padre de una de las nenas, interpretado por Hugh Jackman, vuelve a rezar el Padrenuestro deshauciado por su propia violencia y por la locura del mundo.
Tal vez con algunas vueltas de tuerca de menos y un concepción no tan mecánica de la relación entre la mente de un hombre y sus actos, La sospecha podría aspirar a ese lugar que ocupa Río Místico, de Clint Eastwood, en los campos elíseos de las películas sobre niños que no vuelven a casa.