Secretos escondidos en los sótanos
La nueva película del director de Incendios, segura candidata a alguno de los próximos premios Oscar, se presenta como un thriller con pretensiones, un policial psicológico que se propone abordar temas de religión, de locura y de sangre.
Nunca llegó a picar tan alto como Gravedad o la todavía inédita en Argentina 12 Years a Slave, pero en el último Festival de Toronto, que funciona como una plataforma de lanzamiento al Oscar, La sospecha, quinto largometraje del québécois Denis Villeneuve (y el primero que dirige en Hollywood), se posicionó rápidamente en el ranking de aquellas películas que aspiran a competir el próximo 2 de marzo por alguna de las principales estatuillas de la Academia. Elementos para ganarse al menos unas candidaturas no le faltan: un elenco poderoso (encabezado por Hugh Jackman en un papel en el que aspira a demostrar que no sólo puede hacer de Wolverine), un ambicioso guión escrito originalmente para la pantalla por el recién llegado Aaron Guzikowski y, más allá de la estructura de thriller, una pretensión general de “obra moralmente importante”, de esas que suelen conmover a los miembros de la Academia de Hollywood.
A diferencia, por caso, de Zodíaco (2007), de David Fincher, que no presumía de ser otra cosa que un policial puro y duro sobre un asesino serial, pero que en el camino iba proponiendo otras lecturas, a cual más inquietante, La sospecha, en cambio, hace exactamente lo contrario. Ya desde la primera escena, en la que un padre severo inicia a su remiso hijo en el cruento ritual de la cacería, mientras reza en un susurro el Padre Nuestro, la película parece proclamar a gritos que no se trata de un policial más entre tantos, sino de uno que tendrá que ver con la religión, con los vínculos familiares y con atávicos lazos de sangre.
Ese padre se llama Keller (Hugh Jackman) y además del hijo adolescente con quien comparte esa salida de hombres tiene junto a su esposa (Maria Bello) una pequeña hija de no más de seis años. Y que justo el Día de Acción de Gracias –que es todo un acontecimiento en los Estados Unidos– desaparece misteriosamente junto a una hija de la misma edad de un matrimonio amigo. La angustia, lógicamente, no tarda en apoderarse de todos y allí entra en acción el detective Loki (Jake Gyllenhaal), que parece confirmar el refrán “Pueblo chico, infierno grande”. Será Loki quien –un poco a ciegas y enfrentado a sus propios demonios– irá descubriendo en su investigación muchas más cosas de las que originalmente suponía. Es como si en ese pueblito más que un cuerpo de policía hiciera falta un ejército de psicoterapeutas.
No hay duda de que Villenueve filma bien, prolijo, profesionalmente, quizá demasiado se diría, con ese tono lustroso y esos encuadres significativos (con un crucifijo colgando de manera predominante del espejito retrovisor de un auto, por ejemplo) que le recuerdan al espectador que su película no es un mero pasatiempo. Que hay otras cuestiones en juego, que el mismo director de una película como Incendios (2010), basada en la celebrada obra teatral del libanés Wajdi Mouawad, no se conforma con narrar apenas un policial.
El infatuado guión de Guzikowski sobre el que trabaja Villeneuve opera por acumulación: a la manera del viejo cinéma de qualité, cada personaje no es sólo aquel que definen sus acciones sino, sobre todo, su psicología, aquel que es producto de un pasado tan traumático como sórdido. Y cuanto más sórdido, mejor. Esto vale no sólo para Keller y para Loki –que se enfrentan como las dos caras de una misma moneda, una que lleva la máscara de la ley y la otra la de la venganza–, sino también para el sospechoso número uno (Paul Dano) y para toda una galería de personajes secundarios, que tienen más de un secreto guardado en sus sótanos. Y que más que sótanos parecen mazmorras.
En defensa de la dirección de Villeneuve debe decirse que las dos horas y media de película no pesan tanto como el guión de Guzikowski, que da toda la impresión de cobrar por kilo.