Lugares comunes, contados a los tropezones
En La sublevación pasan cosas raras. En principio, la tele no para de bombardear la noticia de que Cristo ha sido clonado por el Vaticano y anda suelto por el mundo. Pero eso es lo de menos. El asilo para ancianos donde transcurre por completo la acción del film (con la excepción del final “liberador”) es manejado por una sola persona –enfermera, portera, administradora y todos los etcéteras posibles– y los asilados parecen vivir en un mundo paralelo en el cual nunca se almuerza o cena, en el cual conviven Internet y los teléfonos a disco y donde los receptores de radio “pierden señal” por tener las pilas gastadas. Con la excepción de un par de viejitos con problemas de movilidad, el resto está en perfectísimo estado físico y mental, pero todos parecen atados al espacio reducido del geriátrico por una fuerza más poderosa que la de El ángel exterminador. Cuando la responsable del lugar se va de vacaciones por un tiempo, el reemplazante es su propio hijo, un joven dictatorial y sádico apodado por los ancianos “La bruja”, una suerte de súper villano de film infantil, más malo que mil pestes, capaz de tomarse cuatro o cinco pastillas de éxtasis juntas.
La ópera prima del brasileño Raphael Aguinaga –filmada en la Argentina con reparto local y en idioma español y estrenada en Brasil con el título Juan e a Bailarina– parte de una premisa, una idea motora, y desarrolla el relato llevándose todo por delante. Lo que importa es el mensaje, el medio es lo de menos, podría ser su lema. Pero hasta las fábulas (sobre todo las fábulas) tienen su lógica interna, su ética, su estética. Con un acentuado estilo de tira televisiva coral, una marcación actoral estridente y sus lugares comunes elevados, por momentos, a la enésima potencia –pero sin subirse nunca al grotesco, lo cual podría haber disparado resultados más interesantes y atrevidos–, La sublevación avanza a los tropezones y va desarrollando las historias particulares de cada personaje, todos y cada uno de ellos una tipología, un “caso” que intenta iluminar algunos de los males relacionados con la tercera edad: la soledad, el abandono, la enfermedad.
En ese sentido, el film desaprovecha un reparto que incluye a Arturo Goetz, Marilú Marini y Luis Margani en roles que exceden el estereotipo y, en ciertas escenas, parecen haber escapado del ecosistema publicitario. Cerca del final, cuando la sublevación del título comienza a encaminarse y los protagonistas toman el poder del lugar, sólo resta atar el moño del paquete con un final feliz que incluye conversiones religiosas exprés, reencuentros inesperados (falta de respeto al espectador: ¿cómo conoce ese personaje la ubicación del cuarto de la abuela si nunca estuvo en el lugar?) y... sí, el probado golpe humorístico de poner a un grupo de ancianos haciendo cosas de pebetes.