Ópera prima y cosas de viejos
Dos ejes temáticos se combinan en la trama de La sublevación, ópera prima de director brasileño y coproducción europea y latinoamericana.
Por un lado, un establecimiento para ancianos, conformado por ciertos clisés temáticos, pero al que la astucia del guión no deja desembocar en golpes bajos y miserabilismos emotivos.
Por el otro, el costado religioso de la historia, surcado por el delirio misantrópico a lo Subiela, donde se espera el arribo de Dios para curar el flagelo del sida.
Entre esos mundos en colisión, el extremo realismo y la invocación a lo sobrenatural y divino.
La sublevación también es una película de buenos trabajos interpretativos, luz tenue y mortecina, encierro y asfixia permanente. La primera escena impacta desde el aspecto visual: un auto deposita a una mujer –Marilú Marini– frente al geriátrico, sin necesidad de recurrir a los clisés cuando se trata el tema de la ancianidad maltratada por propios y extraños.
Sus compañeros de lugar, cada uno con sus características, abarcan los tipismos recurrentes en esta clase de relatos (el charlatán, la casi demente, el silencioso y encerrado en su mundo) pero, otra vez, valiéndose de las suficientes maniobras de guión para no caer en la "lección de vida" o en una "mirada sobre la condición humana", pantanosas zonas que La sublevación escapa con suma inteligencia.
Sin embargo, el personaje que queda al cuidado de los viejos, un joven jodido que necesita consumir éxtasis, somete a la película al subrayado sin vueltas.
No caben dudas que La sublevación es un film extraño, curioso, riesgoso en su propuesta, inválido en varios pasajes, teñido de cierta originalidad desde la puesta en escena.
Un punto aparte es disfrutar de dos estilos actorales: la sabiduría interpretativa de Marini frente al primitivismo realista de Luis Margani. Ambos son válidos y representan el ambiguo estilo que elige la película.