La suerte en manos de Valeria Bertuccelli
Valeria Bertuccelli es una de las mejores cosas que le han pasado al cine argentino en los últimos años. Notable actriz, comunicativa y graciosa, es capaz de divertir con sus réplicas malhumoradas y, al mismo tiempo, expresar tristeza e inspirar compasión, combinando temperamento y fragilidad a través de precisos gestos y modulaciones de voz. El cine es el medio que le ha permitido revelar estas aptitudes, un poco como ha ocurrido, también, con su par masculino y algo más joven, Daniel Hendler. Precisamente Hendler fue quien sirvió de impulso a la obra inicial de Daniel Burman (1973, Buenos Aires): con El abrazo partido (2003) la dupla había logrado una singular repercusión en el Festival de Berlín ocho años atrás, obteniendo dos importantes premios.
Indudablemente, la elección de los actores no es un detalle menor en la obra de Burman como director y productor. Y aunque últimamente se lo vea tentado de caer en el facilismo –muy hollywoodense– de armar proyectos a partir del armado de parejas con figuras populares, en sus películas sigue habiendo síntomas de honestidad y de calidad que las ubican a considerable distancia de las que hacen Adrián Suar y otros (que no hacen cine porque, simplemente, no saben de cine).
Bertuccelli es lo mejor de La suerte en tus manos, una película con algunos momentos felices pero, también, muchos condimentos antojadizos y convencionales. En algunos diálogos chispeantes o emotivos de Gloria (Bertuccelli) con Uriel (un antiguo amante, jugador y poco confiable), su madre o sus amigas, se intuye verdad. Tampoco están nada mal algunas irónicas observaciones sobre el uso de Facebook. Por otra parte, y como ya lo decíamos al referirnos a Derecho de familia (2005), el estilo de Burman, mezcla de soltura, frescura y liviandad en la conducción de la cámara y de las historias, hace que sus películas sean un mosaico de momentos dispersos en los que, ocasionalmente, asoma cierto encanto. En La suerte en tus manos una pecera, un pelotero y juegos en un parque le imprimen colorido y excitación infantil a una historia de interés vacilante, sumándose algunos condimentos musicales y registros de lindas zonas de Rosario. Entre los méritos, cabe agregar, también, las eficaces intervenciones de Norma Aleandro, Luis Brandoni e incluso de Gabriel Schultz.
Pero no todo fluye con la madurez esperable. El tramo final –en el que todo parece encauzarse por un capricho del guión– recuerda la alegría impostada de las películas pasatistas de Enrique Carreras. Todos los elementos relativos a la presunta vuelta a los escenarios de la trova rosarina y al contacto de Uriel con el ambiente judío resultan inverosímiles, y varios personajes secundarios (el novio francés, el pibe rockero, el becario) son como injertos discordantes. Tampoco Jorge Drexler tiene la presencia de sinvergüenza seductor que hubiera sido deseable para encarnar a Uriel (por ahora su mejor aporte al cine de Burman es la canción Un instante antes, para El nido vacío), además de andar por la vida casi sin parientes ni amigos a la vista. Finalmente, resulta cómodo que ningún personaje atraviese problemas económicos o laborales de algún tipo.
Si quisiera, Daniel Burman podría ocupar dignamente el lugar del estudio de costumbres y tipos urbanos que, en nuestro cine, permanece semivacío desde hace mucho tiempo, terreno que sólo algunos transitaron con sinceridad (Sergio Renán, Eduardo Mignogna, cargando un poco las tintas Juan José Campanella). Por ahora, lo suyo siguen siendo irregulares, estimables esbozos.