Fábula televisiva
El cine de Daniel Burman viene experimentado una continua transformación que parece directamente relacionada con su éxito comercial: mientras más repercusión ha conseguido en el público, sus películas han bajado notablemente de calidad, llegando a constituir verdaderos subproductos de la industria televisiva, cada vez más impersonales y predecibles. Bastaría citar su penúltima película, Dos hermanos, para certificarlo, ya que no sólo se trató de su mayor éxito en la taquilla, sino también de su peor película. Pero lo curioso es que a lo largo de su filmografía se puede constatar también la existencia de un mismo núcleo conceptual más o menos claro, un universo propio desarrollado a través de sus películas, ciertas preocupaciones recurrentes que unifican su obra (y que trascienden su famosa trilogía sobre Ariel, el personaje interpretado por Daniel Hendler, integrada por Esperando al Mesías, El abrazo partido y Derecho de familia); lo que parece insinuar la existencia de una mirada autoral. ¿Es Burman un autor en el sentido estricto de la palabra (como lo son sus contemporáneos Lucrecia Martel, Adrián Caetano o Lisandro Alonso)? ¿Ha conseguido, a través de su filmografía, construir una visión propia del mundo (lo que implica también un posicionamiento ante el cine)? ¿O su derrotero cinematográfico desautoriza esta apreciación?
No sería prudente ofrecer una respuesta concluyente al asunto, más bien al contrario, la pregunta funge como un simple disparador para el lector, ya que la última película del director, La suerte en tus manos, vuelve a actualizarla. Hay una certeza que parece clara: no estamos ante el mismo Burman de aquella trilogía, aunque su parentesco resulta también inobjetable. Pero es como si la estética televisiva hubiera fagocitado lentamente el cine del director: en La suerte en tus manos, todo resulta mucho más predecible y explícito, mucho menos riguroso que en aquellas películas, incluso parece haber una especie de aceleración en el montaje y los tiempos narrativos de su cine, como si su nuevo filme estuviera intencionalmente dirigido a otro espectador (de otro tiempo y de otra cultura, la televisiva). El problema es que todo esto redunda en otra obra fallida, que tiene poco para aportar a la cinematografía del director, y que parece muy alejada de aquella promesa que alguna vez supo constituir Burman (que precisamente en su momento despuntó como una posible síntesis entre el Nuevo Cine Argentino y el cine netamente industrial).
Su protagonista es un cuarentón llamado Uriel (el músico uruguayo Jorge Drexler, en su debut actoral), que rememora levemente al personaje de Hendler, otrora alter ego del director. Como aquél, Uriel es un hombre inseguro y lleno de manías, aunque tiene algún rictus de oscuridad: dueño de una financiera, recién divorciado y padre de dos hijos preadolescentes, parece interesado sólo en disfrutar de aquello que no pudo hacer en su existencia previa. Mentiroso compulsivo, adicto al póker, Uriel comienza la película anunciándole a su médico que se hará una vasectomía para poder disfrutar del sexo libre sin preocupaciones. Para ello viajará a Rosario, donde se encontrará casualmente con Gloria (Valeria Bertuccelli, nuevamente la mejor), antiguo amor de la juventud que ha regresado al país por la muerte de su padre, y busca superar una triste relación que tuvo en Francia. Claro que al primer contacto, Uriel recaerá en sus vicios: se hará pasar por un productor artístico que quiere volver a reunir a la trova rosarina (fulgurante aparición de Baglietto, Abonizio, Garré y Goldín), y desde entonces la película se estructurará alrededor de su patología, o la imposibilidad de relacionarse con sus hijos y el amor de su vida.
Como se verá, temas caros a Burman: el amor, las relaciones familiares, los miedos, la maduración, hasta el judaísmo vuelve a aparecer de tanto en tanto, aunque siempre como guiño irónico o caricatura un tanto negra. Narrador más que probado, Burman vuelve a poner el acento narrativo en los diálogos, que algunas veces recuperan su lucidez previa (ver la escena del primer beso de la pareja), pero en la mayoría parecen desajustados: no es problema de las actuaciones (incluso Drexler está correcto, y hay que sumar los aportes de Norma Aleandro y Luis Brandoni), sino de cierta liviandad en la construcción dramática que se verá pronunciada a medida que avance el filme. Y es que lo más curioso son los problemas narrativos de la película: la aparición de subtramas innecesarias, la resolución abrupta de los conflictos, incluso cierta crueldad en el tratamiento de los personajes (hay algo de misoginia también) que tiene poco que ver con el Burman de sus inicios. Todo esto se ve acompañado por un planteamiento estético televisivo, a pesar de que se mantengan ciertas marcas formales del director (el uso de la cámara en mano, por ejemplo), donde se enfatiza un montaje acelerado (con cortes abruptos incluso de las escenas, ver el final), correspondido por la lógica del plano-contraplano y la aparición de videoclips (aunque nunca con la música de Drexler). El cierre, por supuesto, será un happy ending bien al estilo de hollywoodense, tan inverosímil como expresivo del derrotero que ha adoptado el cine del director.
Por Martín Iparraguirre