Romance con el buen toque Burman
A cierta altura de esta agradable comedia romántica de Daniel Burman con toquecitos lúdico-filosofales, el protagonista encuentra un rabino en el lugar menos pensado, y aprovecha a preguntarle por ciertas cosas del azar y la predestinación en el juego y los afectos. El rabino bien podría responderle, siguiendo a Homero Manzi en «Monte criollo», «40 cartones pintados con palos de ensueño, de engaño y amor. La vida es un mazo marcado, baraja los naipes la mano de Dios». Pero no es un rabino tanguero, sino rockero, y le ofrece otra respuesta.
Sí señor, es rockero, y hay más sorpresas todavía. Se sabe que una comedia romántica tiene tres pasos: la gente se encuentra, se desencuentra y se reencuentra. Y ésta los cumple, pero con variantes y agregados. Por ejemplo, ¿cuántas comedias románticas conoce el lector, donde el enamorado sea dueño de una financiera? ¿y cuántas donde alguien elogie con buenos argumentos el trabajo al frente de una financiera? Aun así, nuestro héroe es medio vergonzoso, dice dedicarse a otras actividades, y por ahí viene uno de sus problemas: él siempre dice una «verdad alternativa». Lo que le viene bárbaro para jugar al poker.
En sintesis, ésta es la curiosa aventura de un tipo del Once que encuentra en Rosario un viejo amor de adolescencia, un contacto indirecto con el mundo musical que soñó de chico, y un contacto directo con una mesa de poker, porque hasta ese momento sólo es un hábil jugador online. A su vez, el viejo amor encuentra, por ejemplo, el legado de su padre, la ocasión de ponerle límites a la madre y patear al novio pelmazo, el regreso al hogar, y el reintento con aquel noviecito de adolescencia al que le siguen gustando los albergues transitorios, las verdades transitorias, y escabullir el bulto.
Agil el comienzo, con el cliente que hace un singular elogio de los albergues. Entretenido el resto, con simpático elenco. A toda máquina el final, con la Trova Rosarina que también se reencuentra y de paso participa de la enésima mentira de nuestro héroe, pero al fin y al cabo una mentirita blanca, de esas que ayudan al amor. Se pasa el rato, se disfruta, hasta hay un par de diálogos reveladores como el del rabino con el financiero. No tiene la emoción de «Dos hermanos», ni la abierta reflexión moral de «Derecho de familia» (donde también había un héroe macaneador), pero no desmerece. Como tampoco desmerecen los debutantes Jorge Drexler, Gabriel Schultz y los niños Luciano Pizzichini y Paloma Alvarez Maldonado, frente a las estrellas ya consagradas Valeria Bertuccelli, Norma Aleandro y Luis Brandoni. Mano del director, ya se sabe.