Una vez más –como pasó el año pasado con 12 Años de Esclavitud (Steve McQueen), en 1992 con Perfume de Mujer (Martin Brest), en 1989 con Mi Pie Izquierdo (Jim Sheridan) y en 1988 con Rain Man (Barry Levinson)– el tullido o discapacitado no se fue a casa con las manos vacías.
Lo sabemos: la Academia gusta de las actuaciones pomposas, rimbombantes, más aún si involucran gritos, ademanes, gestos y grandes despliegues de emociones hiperbólicas, o si encarnan a un prócer de la historia en mayúscula o a algún personaje trascendental y extraordinario. La solemnidad, ante todo.
Este año, pa’ variar, los Oscars se vieron invadidos de historias de auto-superación (la mayoría, basadas en hechos reales, como para no caer en lo que desde hace 80 años funciona: la extorsión moral de la historia en primera persona), centradas en individuos excepcionales en contextos o situaciones desfavorables. Solo basta pensar en El Código Enigma (Alan Turing, el brillante matemático, soplanucas marginado, perseguido y arrastrado al suicidio, con un pasado medio turbio), y la que ahora nos convoca, La Teoría del Todo, la historia del tullidito Stephen Hawking, el eminente físico teórico ingles, cornudo, postrado en una silla de ruedas y con traqueotomía y computadora parlante para comunicarse. El humor, ante todo.
Este último caso seguramente sea el máximo exponente del gusto de la Academia por los handicaped, y el Oscar a Eddie Redmayne solo viene a confirmarlo. Es que a Eddie –bien casteado desde el punto de vista físico, teniendo en cuenta su parecido con el personaje en la vida real, sacando el máximo provecho de su contextura medio escuálida, su extrema palidez, su rostro colorado y cierta expresión de “almost retard” que termina en una full retardation física titánica y colosal– le dieron el premio de la Academia básicamente por pasar el 80% de la película en una silla de ruedas tumbado hacia un costado balbuceando o moviendo las cejas. No hay sutilezas ni composición más allá de eso: la escuela Artaza-Cerutti-Bossi haciendo roncha aquí y allá. La caracterización física extrema se lleva todo puesto (Stephen a las chapas en la silla de ruedas confirma esto) y arrasa con todos los premios.
Hollywood (que siempre es plural, aunque pensemos que es un monstruo grande y que pisa fuerte) se moja con el aprendizaje. Pero se chorrea aun más con el morbo que genera la producción de testimonios sobre el deterioro físico de un hombre con una enfermedad degenerativa. Y lo hace de manera celebratoria a la vez que condenatoria. Hay una ridiculización al mostrar la figura del genio, como si esa condición implicara indefectiblemente el ser freak. Tanto Alan Turing como Stephen Hawking son genios freaks, tipos con sociabilidad limitada, brillantes y extravagantes en igual medida. Las películas los muestran como tales, monstruos sobresalientes, dignos tanto de admiración como de rechazo. Y La Teoría del Todo se erige sobre ese amarillismo de principio a fin.
Jane (Felicity Jones) y Stephen se conocen en una fiesta, conectan inmediatamente y, con una cuota de timidez pero sin pausa, crece el romance entre una chica soñadora, de ojos curiosos y actitud positiva, y un chico inseguro, traumado y genio. La atracción es instantánea y el resto de los acontecimientos se desarrollan con la misma premura.
Listemos el morbo, entonces, para intentar acabar con él de una vez por todas.
Morbo 1: La enfermedad.
Con un noviazgo apenas incipiente, a Stephen le diagnostican su enfermedad irreversible, y la noticia no toma por sorpresa a una Jane en modo mártir, religiosa y psicológicamente preparada para padecer cualquier obstáculo. Y, lo que en un principio es entrega y devoción desinteresadas, con el tiempo deviene en hastío y desgaste emocional y físico.
Morbo 2: Los pibes.
La condición terrible de Stephen no le impide a Jane llevar adelante su proyecto de familia feliz tipo, y así es cómo nacen los tres niñatos. (Sí, Stephen Hawking la pone).
Morbo 3: Cagarse encima.
Stephen se convierte en un hijo más para Jane, a quien tiene que vestir, alimentar y limpiar, y a quien termina retando como a una criaturita.
Morbo 4: Esposas abnegadas.
Pero Jane aguanta y aguanta, porque se autoproclamó mártir y por cierta cuota de admiración hacia una figura brillante y repulsiva en igual medida.
La caracterización física extrema se lleva todo puesto y arrasa con todos los premios.
Morbo 5: Cañita al aire.
Hasta que aparece un hombre en la vida de ambos, Jonathan, el director del coro de la iglesia, que se convierte en la mano derecha de Jane y Stephen en cuestiones de asistencia hogareña y crianza de los niños. Lógicamente, Jonathan representa, a su vez, el tan ansiado desahogo para una Jane ya abatida, el tercero romántico que viene a rescatarla de su martirio.
Morbo 6: La culpa.
La única noche en la que Jane finalmente se permite el placer carnal con Jonathan (nunca mostrado, apenas sugerido), la película decide castigarla con la nueva avería de Stephen: la imposibilidad de hablar y la traqueotomía. No sea cosa que el mártir se aparte un poco de su condición. El castigo y la culpa cristiana, ante todo.
Morbo 7: La amante del disca.
Una nueva mujer aparece en la vida de Stephen, que lo mira con los ojos con los que alguna vez lo miró Jane, con esa mezcla de fascinación, admiración y extrañamiento. El tipo es un genio embotellado en un esqueleto contrahecho.
Morbo 8: El premio y los premios.
Finalmente, Jane tiene su tan merecida redención y libertad. Y su libro, con adaptación a película, con varias nominaciones al Oscar.
El mayor problema de La Teoría del Todo no es la repetición compulsiva (como si se tratara de un robot autoprogramable que dirige la película en automático), sino la incapacidad manifiesta de hacer de un lugar común algo nuevo, algo que salga de la insoportable comprobación: el freak, instalado en el centro de la cultura mainstream. Y su calvario como el parque de diversiones perfecto: veneración y condena, exaltación y rechazo. El sadismo, año a año, siempre tiene algo nuevo para regalarnos.