El primer recuerdo que tengo de Stephen Hawking es de algún mediodía en los años ‘80 en el que, al volver de la escuela y comiendo milanesas con puré, ví su historia en Créase o no, de Ripley (con su anfitrión, Jack Palance). Veía siempre ese programa y esa historia fue una de las que me quedó grabada en la memoria. Sin dudas es una historia fascinante: un genio que estudia el Universo y el origen de los tiempos a la vez que una enfermedad degenerativa lo deja postrado sin poder moverse ni hablar.
El material es perfecto para una biopic intensa de esas que hacen tan bien los norteamericanos, con un papel ideal para que se luzca algún actor con dotes contorsionistas, que recorra la cornisa del golpe bajo y caiga en él cada tanto para hacernos llorar y salir del cine admirando a un tipo que se pudo sobreponer a la adversidad y felices por poder caminar y hablar normalmente aunque nuestro IQ sea más bien tirando a normalito. Pero La teoría del todo no es ni siquiera eso.
El director James Marsh y el guionista Anthony McCarten deciden centrarse en la relación entre Hawking (Eddie Redmayne) y su primera mujer, Jane (Felicity Jones) –el guión está basado en la autobiografía de ella–, desde que se conocen en un bar hasta que se separan. En ese lapso, Hawking escribe Historia del tiempo, el libro que lo lanzó al estrellato mundial, y se enferma de esclerosis lateral amiotrófica; tiene tres hijos –¿o dos?– y conoce a Elaine Mason (Maxine Peake), la enfermera que será su segunda mujer.
Pero Marsh y McCarten no logran construir esa historia de amor: no son capaces de hacernos entender por qué Jane se enamora de Stephen en un principio, ni vemos en ellos a una pareja que nos interese. No hay pasión, mucho menos intensidad. El tema sexual está vergonzantemente oculto –salvo una que otra referencia oblicua– y tampoco resulta natural el viaje de Jane hacia el desamor, a pesar del gran trabajo de Felicity Jones que aunque está eclipsada por un pirotécnico Redmayne logró colarse en el rubro de mejor actriz en los Oscars.
Más que una película, La teoría del todo es una sucesión de escenas que muestran a Redmayne haciendo sus gracias, una especie de documental sobre un actor que interpreta a un enfermo de ELA en sus diferentes etapas. Un lugar común del crítico –que se extendió ya al público en general– es el de reconvenir a una película por sus “golpes bajos”. La teoría del todo ni siquiera tiene golpes bajos y uno los extraña: por lo menos te hacen sentir algo.
Un breve documental de televisión que vi a los diez años mientras comía milanesas con puré un mediodía después del colegio me marcó más que esta película intrascendente que todos olvidaremos a la mañana siguiente de la entrega de los Oscars.