El tiempo sin tiempo
Al promediar el minuto siete de película, luego que el espectador observe desde la pasividad un sumario derrotero de movimiento y alegría juvenil para comenzar a palpar el mundo de Stephen Hawking antes del deterioro progresivo, el síntoma de la debilidad muscular dice presente en la correcta y sutil composición del británico Eddie Redmayne, firme candidato a llevarse el Oscar en su terna para que Michael Keaton aplauda con desgano y así asuma una derrota evidente el próximo 22 de febrero. Tras ese instante, los síntomas comenzarán a apoderarse de su tiempo y de su destino pero también le generarán al director James Marsh un problema que no logrará subsanar en lo que resta de metraje.
El pensamiento y la propuesta revolucionaria en el campo de la física del británico Stephen Hawking, sus propias revisiones acerca de sus teorías del origen del universo, la no existencia de Dios, la correlación entre la física cuántica y la teoría de la relatividad, son los elementos que lo elevaron como una de las personalidades y mentes brillantes del siglo pasado, más que su lucha individual contra los embates irreversibles de la esclerosis lateral amiotrófica (enfermedad que tomó hace unos meses estado público por una moda banal de desafíos banales que se apoderaron de las redes sociales por el famoso baldazo de agua congelada) y su particular relación de pareja con Jane Wilde (Felicity Jones), y luego con la enfermera Elaine Mason.
Ahora bien, si a eso le sumamos el punto de vista de la propia Wilde, pues el film se inspiró en su novela autobiográfica, el problema es doble no en lo que hace a la historia per se sino al lugar en el que se ubica al mismísimo S. Hawking y su labor en el campo de la física. El film de Marsh evita el golpe bajo sencillamente porque toda la existencia física de Hawking es en su esencia un golpe bajo, desde el momento que le anuncian una enfermedad en la motoneurona que gradualmente lo dejará sin posibilidades de hablar y comunicar así sus ideas, entre otras tantas imposibilidades de carácter puramente fisiológico.
Allí es donde el tiempo, gran concepto filosófico que puede aplicarse al quehacer cotidiano de Stephen Hawking, cobra un sentido ontológico y desde el recurso de la elipsis cinematográfica uno narrativo para avanzar por los hitos del deterioro corporal frente a los hitos en el desarrollo de las teorías tan avanzadas que es justo decirlo generaron siempre grupos de detractores y otros defensores en la divisoria de aguas, donde el propio Hawking experimentó singulares retrocesos y cambios de conceptos a lo largo de las décadas (recordemos que tiene actualmente 72 años).
Así las cosas, el relato respeta el punto de vista de la primera esposa, no en la puesta en escena, que mixtura encuadres bellos para sacar poesía de donde no la hay; o en los planos de manos atrofiadas o pies debilitados, en los que es destacable el trabajo físico de Eddie Redmayne, ni tampoco en las expresiones tortuosas del rictus y un rostro que ante el asombro no oculta el padecimiento de los dolores que el film de Marsh decide encapsular en la metonimia y de esa parte que representa el todo quizás resaltar lo más superficial. De esta manera La teoría del todo se estrangula en su propio círculo vicioso de la biopic convencional, cumpliendo a rajatabla todos los vicios narrativos que tanto le gustan a la Academia, ese contraste permanente entre una escena alegre o positiva y otra triste y negativa, binario, absurdo, con el agregado de una figura relevante como la de Stephen Hawking.
La dialéctica entre el aspecto familiar, las crisis luego de dos décadas de convivencia con Jane Wilde y la incorporación de un doble triángulo amoroso, primero con un profesor de coro de la iglesia que se hace amigo del físico -y obviamente de su mujer- y luego con la llegada de una joven enfermera, que rápidamente interfiere y desplaza a Jane, ocupan demasiado metraje frente a otros tópicos que hubiesen sido mucho más interesantes para conocer algo distinto del protagonista más allá de los obvios padecimientos de la enfermedad y la reivindicación del ejemplo de vida y lucha que realmente conmueve a cualquier persona con cierto grado de sensibilidad.
Poco puede sacarse en concreto de los aportes significativos de Stephen Hawking a la ciencia y menos aún comprender el alcance de sus teorías que persiguen una ecuación para explicar el todo y no las partes que lo conforman, al igual que esta anodina película pensada para ganar Oscars.