Padre e hijo
Quizá sea hora de decir que Celina Murga se ha convertido, muy rápidamente, en una especialista en relaciones: ese modo frágil de convivencia que comparten sus personajes, que atraviesa de ida y vuelta el paisaje humano y que parece temblar en la superficie del plano, como un interrogante capaz de conservar, si es necesario por la fuerza, el carácter distintivo de aquello a lo que arribamos siempre con un poco de retraso como para poder observar de frente y bajo una luz plena. Puesto que Murga filma prácticamente lo mismo en cada película –la pregunta de su cine podría ser la pregunta acerca de qué grado nuevo de precisión, de verdad emocional y de calidez se pueden conseguir extraer de un tema único–, su estilo quirúrgico de acupunturista, de descubrir el punto exacto donde habrá de fijarse la cámara, se vuelve también el meollo ineludible de La tercera orilla. Su cuarta película –segunda bajo el padrinazgo de Martin Scorsese, ese plato preferido del periodismo criollo que busca y reclama el “toque Marty” como un signo inequívoco de legitimación– presenta dos familias unidas por el mismo hombre, un médico y hacendado módico de una ciudad de provincia, que en una práctica aparentemente no tan rara ha formado una familia nueva sin abandonar ni renunciar a la vieja. El personaje es un pater familias por partida doble, entonces, una especie de rey en sus propios términos. La antigua mujer, que también es una de las dos actuales –en un gesto de simultaneidad que la película establece con un aguijón de ironía cuya desesperanza esencial se ve aplazada por el cuidado casi amoroso con el que Murga dibuja siempre sus mundos– se acostumbra a ver partir al hombre hacia su otro hogar y llora después en silencio de espaldas a sus hijos.
Sin embargo, el foco principal de atención de la película es otro: Nicolás, el hijo mayor de la primera familia, un adolescente retraído cuyo rostro es lo primero y lo último que aparece en plano en La tercera orilla. En las películas de Murga suele ocurrir que los personajes llegan tal vez demasiado tarde o demasiado temprano. En Ana y los otros, Ana regresa a su Paraná natal después de una década; las formas del cortejo y de las relaciones amorosas provincianas se le han vuelto ajenas, una incógnita que se ve obligada a escudriñar en los gestos, en los rostros de los hombres que se le acercan y en los pliegues de los diálogos captados al azar, mientras se dedica a rastrear el nombre de un viejo amor de su adolescencia. En el giro más sorprendente de la película, Ana toma un auto prestado y sale en busca del sujeto en cuestión llevando un niño a modo de lazarillo. Todo hace suponer que todavía está a tiempo. Pero el largo plano del final tiene una carga de incertidumbre que se queda clavada en el ánimo del espectador. En Una semana solos , la pequeña Sofi debe empezar a ver las cosas por primera vez, a constituirse en individuo, siempre suavemente –Murga es probablemente la directora más afectuosa y delicada a la hora de acompañar el trayecto de sus criaturas, la única capaz de velar por ellos de una manera tan precisa sin abandonar nunca la distancia justa–, ensayando poses de diva frente al espejo y enfrentando luego a un público improvisado desde arriba de un escenario. En cambio en La tercera orilla parece representarse el momento justo del protagonista, su “aquí y ahora” más brutal. Nico no añora un tiempo perdido en la memoria, ni es capaz de avizorar un tiempo futuro, y eso es en parte lo que hace que la película por momentos se vuelva tan angustiante. Nico no sabe quién es, pero intuye quien no quiere ser. Y sobre todo, sabe donde no quiere estar: hay todo un trabajo muy minucioso de Murga a la hora de comunicarle al espectador el sentimiento de incomodidad del personaje, que básicamente no puede compartir sin una cuota de malestar el mismo espacio, ni siquiera el espacio físico, con el padre. Es impresionante el modo en que Nico se descubre imponiéndole a su hermanastro una conducta a seguir: quiere convertirlo en “un hombre” que no se deje martirizar por sus compañeros de curso, así como en una escena el padre lo lleva a él al prostíbulo. Los dos fallan, claro. El más chico en defenderse de sus ocasionales torturadores y Nico en hacer su papel de cliente bien dispuesto delante de una prostituta. Es muy emocionante advertir cómo sin decir una palabra el chico se resiste todo el tiempo a ser una sombra, un muñeco teledirigido por el amor avasallante, casi despótico que emana la figura del padre. Sus rebeliones son como parpadeos, breves iluminaciones en el interior de cada escena que la directora dispone prácticamente desde el minuto uno de película.
En ese sentido, Murga parece haber llegado a un punto tal de depuración de su arte para los acontecimientos minúsculos que el gesto final del personaje –aunque siempre mediado por la elegancia que la caracteriza– parece en comparación un poco aparatoso. Lo cierto es que si la película se resumiera en el mero enigma acerca de qué actitud tomará el chico con aquello que parece estarle destinado, tendríamos derecho a una sensación un poco insatisfactoria, como si Murga supiera todo de antemano y solo se dedicara a jugar al gato y el ratón con el espectador, distribuyendo la tensión subterránea del relato y dilatando astutamente el momento en el que su personaje claudica o encuentra por fin una forma de liberación. Pero la directora no hace nada de eso. A esta altura es ocioso decir que Murga no inventa nada, no tiene trucos ni artimañas de ninguna clase que ofrecer. Su cine es mucho menos un mecanismo aceitado por donde se expide el relato que un ente orgánico, cuya justificación última inunda sutilmente al espectador de una escena a otra. Para Murga siempre cuenta el estilo. Ese modo intransferible de enhebrar imágenes, ideas, sentimientos, retazos de un mundo al que el cine que importa solo accede bajo la cláusula de quedarse fatalmente un poco más acá, como Nico espiando a su padre atrás de una puerta. Murga, por su parte, nos lleva de la mano gentilmente y comparte con nosotros su emoción pero también su pudor, al abrigo de todo cálculo y golpe de efecto, como si se tratara de un tesoro. Una vez más, sus ojos son también los nuestros.