La edad de la hibridez.
Celina Murga tomó la posta de Lucrecia Martel en hacer del interior un escenario inmenso, algo inabarcable, no por fotografiar los lugares que el Nuevo Cine Argentino no pudo cubrir sino por la habilidad de expresar en unidades mínimas de elementos visuales que permiten identificar el contracampo de sus historias. En Ana y los Otros (su película más luminosa) el pasado de la protagonista revoloteaba sin acudir al melodrama o a la redención sobre temas inconclusos. Ya en el documental Escuela Normal, su film anterior, Murga continuó con esa mirada inquietante sobre la cotidianeidad adolescente, que se había despertado en la iniciática Una Semana Solos, una suerte de fábula observacional preadolescente.
La Tercera Orilla lucha contra otros dramas. Uno de ellos es el de la herencia, no específicamente de bienes sino el de lugar patriarcal, es así que Nicolás (Alain Devetac) atraviesa no sólo ese último tramo que separa la adolescencia de la adultez sino que además se le aproxima cada vez más la responsabilidad de involucrarse en los negocios de su padre (Daniel Veronese), un médico de Entre Ríos, quien divide su vida laboral entre su estancia y un laboratorio; y también hace lo propio con su vida privada, manteniendo una relación paralela con otra mujer y un hijo producto de ese amor. Nicolás, su hermana, su hermano y su madre tienen los roles invertidos en la vida del médico, ellos son considerados la “segunda familia”. En Nicolás conviven diferentes tipos de hibridez, no sólo la que le propicia la edad sino también la de la complicidad con la vida inmoral, la de ser un niño y un adulto y la de llevar su vida entre la ciudad y el campo. Las tres “mezclas” en la vida de Nicolás son atribuibles a su padre, un hombre que impone su poder y respeto sin levantar la voz.