De un litoral profundo. De rutinas que no conducen a nada. De la aceptación de condiciones de vida bastante particulares. De un pequeño infierno que se va gestando en espacios interiores. De todo eso nos habla Celina Murga en su nueva película “La tercera Orilla”(Argentina, 2014), un largometraje que llega con el precedente de haber estado en Berlín 2014 y ser producido por Martin Scorsese.
Si en sus filmes anteriores Murga exploraba con honestidad el universo masculino en “Ana y los otros” y “Una semana solos”, acá la extraña relación entre dos personas de clases opuestas (Daniel Veronese y Gaby Ferrero) se aborda desde un lugar neutral de expectación sin ningún juzgamiento. La aceptación por parte de la mujer, aunque en su interior y en su soledad llore la ausencia, y la desfachatez con la que Veronese compone a un bígamo (casa opulenta oficial versus casa pobre no “oficial”) , son sólo el punto de partida para el complejo entramado de relaciones que se comienzan a desplegar en la pantalla.
La pareja tiene dos hijos extramatrimoniales, el mayor de ellos, Nicolás (Alain Devetac) sabe que detrás de los invaluables obsequios materiales que les realiza nunca habrá nada más que eso. El dinero como intento de solventar una situación que no tiene futuro y que demarcará la división de aguas entre las que Nicolás se posicionará como un tercer lugar (la famosa tercera orilla del título) ante tamaña “herencia”.
Es que el padre cree que Nicolás debe ocupar algunos espacios que el cree como necesarios (en un laboratorio, en una estancia, etc.) pero que están muy alejados de sus intereses. En los ojos de Nicolás (con una mirada tan penetrante como la de María Alché en “La niña Santa” de Lucrecia Martel) murga muestra la incertidumbre. Los eternos planos que profundizan su mirada son uno de los puntos más logrados de una cinta que atraviesa en total calma dos momentos bien diferenciados.
En un principio, y con una maestría y paciencia loables, asistimos a la presentación de los personajes dentro del marco de la relación extramatrimonial. Este vínculo, con sexo incómodo a la hora de la siesta. Un sexo público en esto de “vino Jorge –Veronese- para estar con mamá”.
La otra historia es la de Nicolás y su relación con Jorge, en donde el cuestionamiento moral sobre la “bigamia” va a ir desplegándose con planos fijos y sucios, en escenarios como el laboratorio, la estancia, la camioneta y en un punto determinante, en una whiskería, lugar en el que XXX quiere que Nicolás se inicie sexualmente, pero que en realidad servirá para que este último comience a pensar que hay algo más allá que lo que se quiere imponer.
Hay un plus, en ese festejo de quince años de la hermana de Nicolás, que se va gestando desde un inicio, también hay algo más. En esa fiesta que vamos viendo que se genera a pulmón y esfuerzo, intentando demostrar que ella sola puede lograr lo que se propone sin la necesidad del dinero de nadie y sin que nadie crea que la ayudaron.
Mundo de infelicidades, de miserias expuestas y miserias escondidas, de secretos que duelen y de siestas que afirman espacios marcados y divididos. El adentro para los mayores. El afuera (el patio) para los niños. El sexo como conquista. El juego y lo lúdico como el espacio de inocencia e ingenuidad.
Película de climas, cruda, sin banda sonora, en la que los gestos (siempre enunciados a través de primeros planos y planos detalles) dicen mucho más que las pocas palabras que se utilizan. Los vínculos en un pequeño pueblo del norte argentino que exponen una situación que bien puede estar pasando en cualquier lugar del mundo. De ahí la necesidad del cine de Murga y de esta película en particular.