Desde lejos también se ve
Ganadora del Premio de la Crítica Internacional en Mar del Plata 2008, La Tigra, Chaco parece la película más sencilla del mundo. Pero no lo es. En su ópera prima, Godfrid y Sasiaín ofrecen una mirada que no es ni porteñocentrista ni antropológicamente correcta.
Tal vez la mejor ópera prima que el cine argentino haya dado en años, seguramente en La Tigra, Chaco esa condición no se hará evidente a primera vista. Como el ambiente que retrata, como sus personajes, el debut cinematográfico de Federico Godfrid y Juan Sasiaín (treintañeros, porteños, graduados de la carrera de Imagen y Sonido) es –o parecería ser, ya que está llena de corrientes subterráneas– la película más sencilla del mundo. Receptora del Premio de la Crítica Internacional en Mar del Plata 2008 y de una mención especial en el Festival de Karlovy Vary, en lugar de las trampas de la trama, del chisporroteo estilístico, La Tigra, Chaco elige una forma de observación modesta y aguda, una estilización que no es forzada ni ostentosa. Absolutamente precisa, sí: de no ser por la cualidad de esa mirada, de ese estilo, los ambientes y los personajes difícilmente cobrarían un encanto de improbable disipación, tras los supereconómicos y perlados 75 minutos que dura la película.
“La Tigra, rugir del Chaco”, dice un cartel en la primera escena, cuando Esteban (Ezequiel Tronconi) baja del micro. En otra película, la rimbombante frase de promoción pueblerina sería objeto de burla, de escarnio incluso. En otra película. De modo se diría que milagroso, ésta no sufre del menor asomo de porteñocentrismo. Tampoco de su contrario, esa hija culposa de la soberbia que es la corrección antropológica. Vista a través de los ojos del protagonista, que tras varios años en Buenos Aires regresa para reencontrar al padre, La Tigra, Chaco aborda el ambiente pueblerino con la doble condición del que no está del todo adentro ni del todo afuera. Estereotipos, atrás: más allá de las referencias al calor y la aparición de algún que otro tereré, el pueblito, de casas bajas de clase media, podría pasar más por uno de la provincia de Buenos Aires que por éste del Lejano Nordeste.
Mientras espera el regreso del padre –camionero sin fecha de llegada–, Esteban se reencuentra con la tía checoslovaca, con el hermano postizo al que casi no conocía y sobre todo con Vero (Guadalupe Docampo). En cuanto Esteban la ve, es como si la cámara registrara un movimiento sísmico infinitesimal, pero verificable, que se transmite al espectador como una onda. O una honda. En esa secreta hipersensibilidad (anótese el nombre de la directora de fotografía, Paula Gullco) radica buena parte del efecto que la película produce. La otra parte está en los actores, claro, parejamente maravillosos. Lo cual obliga a mirar para el lado de los realizadores, porque cuando el que brilla es un elenco entero, es el director el que lo hace brillar.
Junto con Vero, que prepara el ingreso a Medicina, viene su novio, que atiende la carnicería del padre (Roger, pronunciado con la ge a la argentina). Mucho antes de que la rivalidad entre Esteban y Roger termine a las trompadas en un picado, la sintonía fina entre actores y cámara-sismógrafo la hace pesar en el cuadro, sin necesidad de ir a un plano corto. A Godfrid, Sasiaín y Gullco les basta encuadrar desde una distancia media para que, ante la llegada del rival, el cambio casi imperceptible de la expresión de Esteban revele que Roger se acerca, fuera de campo. Otro ejemplo perfecto de distancia focal en La Tigra, Chaco puede advertirse en la escena en que Roger pasa a buscar a Vero en moto. La cámara, que estaba tomando a la chica a cierta distancia, no se mueve. Deja que la moto entre en cuadro, al fondo, y desde allí observa cómo Vero monta y se van. Para qué acercarse, si de lejos también se ve.
En otra escena, Roger afila sus cuchillos, en la carnicería, mientras por detrás pasa Esteban en bicicleta. Pero la cámara de Gullco no capta sólo rivalidades cabrías. No hay escena entre Ezequiel Tronconi y Guadalupe Docampo en la que la química entre ambos no fluya de un modo que en el cine argentino no se veía desde vaya a saber cuándo. Que ambos actores son extraordinarios salta a la vista. Pero más extraordinaria es la comunicación entre ellos y la cámara, que siempre los observa desde una única posición. Esteban y Vero titubean, hablan de pavadas, se interrumpen, desvían la vista, sonríen nerviosamente, y todo ello adquiere el carácter de una invisible e hipnótica coreografía.
Habría que dedicarle espacio a esa Chus Lampreave del nordeste argentino que es la tía checa (Ana Allende), a la sabia interrelación entre actores porteños y no actores provincianos, a la drástica erradicación de todo folklore. Pero antes que eso hay que hablar, sí o sí, de los dos últimos planos de la película. No contar de qué tratan, sino encomiar, en ellos, un manejo del fuera de campo, de la secuenciación, de la economía expresiva, del tratamiento lumínico, de una forma de emotividad pudorosa e indirecta que debería considerarse magistral, si no fuera que se está hablando de una ópera prima. De la mejor ópera prima argentina desde... ¿desde Ana y los otros? Una película, en este caso la de Celina Murga, tan próxima a ésta en términos geográficos como éticos y estilísticos. Pero eso debería ser tema de otra nota.