Una historia sencilla
La Tigra, Chaco no nos cuenta mucho del pasado de sus personajes, apenas unos datos sueltos, un poco menos que lo indispensable para saber más o menos quiénes son y de dónde vienen o porqué están ahí. Cuando termina, tampoco tenemos muchas certezas sobre sus futuros; la película está formada solamente por momentos entre paréntesis, una colección de palabras, gestos e imágenes sencillas, pero necesarias y significativas.
Su historia se cuenta mientras Esteban espera. Volvió a su pueblo para “arreglar algunas cosas de Buenos Aires” con su papá pero no lo encuentra porque éste anda por la ruta trabajando de camionero. Y mientras espera, se reintegra a la rutina cansina y chaqueña de La Tigra, se reencuentra con sus familiares y con un antiguo amor de adolescencia que parece seguir vivo en la actualidad.
La cámara de Juan Sasiaín y Federico Godfrid se sitúa lo suficientemente cerca de los personajes como para captar al detalle cada uno de sus gestos y reacciones, para lograr esa familiaridad que hace que el espectador comparta el momento que están viviendo. Pero al mismo tiempo, toma una distancia pudorosa, no los invade. La cámara trabaja para los actores y no los actores para la cámara, ésta los registra pero no interviene, se pone al servicio de la escena con un respeto que podría hacer sonreír en su realista tumba al viejo Bazin.
En La Tigra, Chaco no hay folklore, folklore entendido como el costumbrismo que se mira con los ojos extrañados del extranjero. Pero sí hay tierra, idiosincrasia, música y ruidos del lugar. Cada escena de la película incluye el paisaje, con todo aquello de lindo y de feo que implica. Desde los cacharros roñosos que se apilan en los patios de pueblo, e polvo de los potreros hasta los tonos de atardeceres al aire libre. También están muy presentes los sonidos propios del campo, los grillos, las gallinas cacareando o la guitarreada que anima una fiesta con mucho vino en una sociedad de fomento. Pero todos estos elementos no dan la sensación de haber sido incluidos para “dar color local”, sino que están porque estarían presentes en cualquier momento que tenga lugar en el pueblo donde se desarrolla la historia.
Las actuaciones también son cuidadas, desde las miradas parlantes de los protagonistas, Ezequiel Tronconi y Guadalupe Docampo, hasta el histrionismo de entrecasa de Ana Allende. Incluso la aparición de verdaderos habitantes de La Tigra son naturales, ninguno desentona ni arruina el resultado final, aunque se hayan disfrazado de actores que hacen de ellos mismos para participar en la película.
Como dije antes, no sabemos nada de los personajes, pero al instante de presentársenos, parecería que los conocemos. Nos pasa como con esos viejos amigos o familiares con los que no nos hacen falta más que una simple mirada o un tono de voz para saber qué están pensando o cómo se sienten, y en ese reconocimiento y en esa cercanía radica el mérito principal de la película.
No es un descubrimiento que el cine tiene magia, y en La Tigra, Chaco un grupo de gente encontró la fórmula para contar una historia de amor de una manera sencilla, y que el hechizo surtiera efecto.