El origen
Los personajes de La torre oscura viajan entre mundos, la película lo hace en el tiempo. Nikolaj Arcel mira hacia el cine de los 80 y vuelve sobre sus motivos más reconocibles: la familia quebrada, la plenitud de la infancia, la aventura como forma de sanación. El director recrea la cartografía emotiva de una era siguiendo el camino de películas como Los goonies, Big Trouble in Little China o El último gran héroe. Para el cine estadounidense actual, esas películas suponen una herencia, la posibilidad de un linaje que permite escapar de la autoconsciencia y el cancherismo al uso, como pudo verse en Gigantes de acero, Titanes del Pacífico, Super 8 o la filmografía de J.J. Abrams en general. Heredar supone que algo se traslada de un lugar a otro: acá lo que pasa entre manos es un proyecto de cine que se nutre del gusto por la ficción del clasicismo, de la buena fe de los relatos de aventuras, de la humildad que requiere contar una historia acerca del bien y del mal sin temor al ridículo.
En La torre oscura resuenan infinidad de otros relatos: Jake es un chico medio trastornado tiene pesadillas que después transcribe en dibujos. El cariño de una madre amorosa no mitiga el dolor por la muerte del padre, y el nuevo hombre de la casa le complica la vida la vida a Jake. En la escuela lo bullean y el chico se defiende, pero el peso de las autoridades recae sobre él. Los dibujos de las escenas vistas en sueños representan un escape y la promesa de una vida mejor. Poco después, mientras huye de unos perseguidores, Jake encuentra un portal y entra al mundo de sus pesadillas. Allí se libra una batalla entre una resistencia diezmada y las fuerzas de Walter, un hechicero megalómano que oficia de diablo. Jake conoce a Roland, héroe remanente, una esquirla de otro tiempo y de otro cine, y juntos viajan para detener a Walter y su plan para destruir todo lo conocido.
Esas coordenadas elementales le sirven al director para recrear formas de la aventura más o menos olvidadas. El western y el terror funcionan como correas de transmisión afectivas: el peligro y la travesía, motivos eternos del sistema de géneros del clasicismo, constituyen los materiales con los que el director modela la historia. Ignoro qué tanto de todo esto proviene del libro de Stephen King, un escritor cinéfilo, pero en la película no se siente el peso de lo literario, sino la vitalidad del cine: los diálogos son económicos y cortantes, como corresponde a cualquier relectura más o menos lúcida del western. La imagen sigue unas reglas parecidas: los planos exhiben una belleza notable aunque discreta que no distrae la atención de la trama. Los personajes aparecen construidos con poca información y a las apuradas: no hay tiempo que perder, la aventura reclama movimiento, que otros se ocupen de la psicología.
Digresión personal: mientras esperaba a que empiece La torre oscura, se proyectó el trailer de la remake de Blade Runner. Allí se veía, aunque fuera de manera condensada, el cine con el que polemiza La torre oscura, el cine que Nikolaj Arcel no quiere hacer: una película que toma una historia de ciencia-ficción y la transforma en vehículo para escenificar ideas altisonantes sobre el mundo, el hombre, la creación. Denis Villeneuve ya había hecho algo parecido en La llegada, donde tomaba el género y lo volvía una excusa para comentar gravemente la importancia del lenguaje. Por su parte, Matthew McConauguey, que compone con maestría a Walter (un villano expansivo hecho a su medida), ya había padecido la violencia teórica del tiempo en Interestelar, que por momentos parecía más una disertación sobre el tema que una historia. La torre oscura discute con ese cine presuntamente profundo que cosecha premios y prestigio y que se ofrece como algo más que cine, como una reflexión inteligente, un artefacto para pensar. Nikolaj Arcel mira con desconfianza esa moda y se ubica justo enfrente, del lado de las películas que vuelven a los 80 para encontrar allí una potencia fílmica olvidada por un Hollywood con ínfulas de seriedad: una ética de la aventura y el movimiento, donde el cuerpo se sobrepone a la palabra, la imagen cuenta tanto o más que los diálogos y los personajes, cuando hablan, no lo hacen para filosofar torpememente (oh, los avatares del tiempo). En este sentido, es fundamental el trabajo de Idris Elba: mínimo, hiératico, el actor despliega una economía gestual que parece haber interiorizado a fuerza de estudiar el western o de las películas de John Carpenter. El final de La torre oscura parecía responderle al trailer de Blade Runner, a Villeneuve, a Nolan; terminada la lucha y derrotado el mal, los héroes reposan comiendo un pancho. En no más de cinco o seis líneas brevísimas de diálogo, los dos deciden su futuro. Ese epílogo consume, a su vez, apenas cuatro o cinco planos. La elegancia de ese final hace acordar al cine clásico, al western, a algún maestro como Lang o Hawks (tal vez al final de Río rojo), a un cine anónimo que no creía necesitar el relumbre ocasional que proveen los grandes temas porque se tenía a sí mismo como horizonte estético.