Steven Soderbergh es un cineasta difícil de encasillar. Desde dirigir auténticos tanques hollywoodenses con repartos multiestelares (Traffic, la saga de La gran estafa, Contagio) hasta films extraños de bajo presupuesto (Full frontal, The girlfriend experience, Gray’s Anatomy), rodeado de luminarias o de perfectos desconocidos a la hora de elegir sus actores, pocos aspectos parecen dar cuenta de una determinada política autoral en su filmografía. Principalmente conocido por dichas superproducciones que revientan la taquilla, no siempre se recuerda que Soderbergh ganó la Palma de Oro en Cannes hace veintitrés años con su primera película, la estupenda Sexo, mentiras y video. Dicho en otras palabras, cada nuevo proyecto suyo es una incógnita. El hombre no se priva de nada, ni siquiera de una remake (bastante fallida, por cierto) de Solaris.
La traición podría inscribirse en la línea más comercial de Soderbergh si no fuera porque su estrella no es actriz sino luchadora de artes marciales. El director podía recurrir a cualquier bomba sexy del celuloide, ya que trabajar con estrellas siempre fue una de sus especialidades, pero en vez de eso optó por algo más cercano al cine clase B, y acertó. Gina Carano la rompe en un elenco de pesos pesados que incluye a Michael Douglas, Ewan McGregor, Michael Fassbender, Bill Paxton y Antonio Banderas. Como suele suceder en estos casos, sólo el estilo puede lograr que una trama abrumadoramente convencional se torne interesante.
Mallory (Carano) es una ex marine y agente secreto al servicio de una agencia privada cuyo cliente, oh sorpresa, es el gobierno de Estados Unidos. Luego de terminar con éxito una misión en Barcelona, descubre que su jefe (McGregor) le tendió una trampa. Señalada como terrorista por aquellos para quienes solía trabajar, Mallory debe mantenerse viva, vengarse de los villanos y probar su inocencia.
Las acciones, como en toda aventura de espías (por si hacía falta aclararlo, La traición es cine de género con todas las letras), transcurren en varias ciudades europeas y estadounidenses. El resultado es una carrera frenética, pero frenética en el mejor sentido de la palabra. A diferencia de algunos farsantes de nuestra era (Guy Ritchie, sin ir más lejos), Soderbergh sabe hacer cine de acción puro y duro, con secuencias respetuosas del lenguaje y sin recurrir a esos cortes espásticos dignos de una publicidad de celulares. A esto contribuyen la fuerza y la elasticidad de su protagonista. Un salto, una piña, una patada y hasta un gesto mínimo de Carano entregan, aun tomados de manera aislada, más adrenalina que toda la filmografía de Ritchie.
El combo Soderbergh-Carano, a fin de cuentas, hace que la cosa funcione. Resulta difícil encontrar en la actualidad películas de acción más efectivas –al menos hasta el próximo trabajo de Tony Scott, otro maestro del entretenimiento–. Incluso la duración (poco más de una hora y media) le queda bien. El final, con un Banderas caricaturesco y una última pelea que jamás vamos a ver, nos deja pidiendo más. Si bien seguramente pase inadvertida en la voluminosa obra de su director, La traición cumple con todas y cada una de sus premisas.