Una desopilante y lograda comedia juvenil
El cine argentino ha explotado poco un subgénero muy popular en todo el mundo como la comedia juvenil. Tras la propuesta infantil de Caídos del mapa, la dupla Nicolás Silbert y Leandro Mark construye con más aciertos que carencias una película con ciertas búsquedas que ya aparecían de forma más tímida en films de Ariel Winograd (Mi primera boda, Vino para robar, Permitidos), pero que remiten todavía más al desenfreno de los españoles Alex de la Iglesia y Santiago Segura, y sobre todo a modelos hollywoodenses como Proyecto X, la trilogía de ¿Qué pasó ayer?, la saga de Harold & Kumar, el Judd Apatow de Ligeramente embarazada o el Greg Mottola de Super cool.
La película tiene un prólogo ambientado un par de décadas atrás con tres preadolescentes que sufren la desilusión de una celebración a la que no concurre prácticamente nadie. A la hora de pedir los deseos antes de soplar las velitas de la torta, uno de ellos dice: "Yo quiero hacer fiestas increíbles". Ya en la actualidad, la situación de los ahora treintañeros es muy disímil: Alan (Nico Vázquez) es un arrogante vendedor inmobiliario; Dante (Alan Sabbagh) es un dibujante frustrado que trabaja como guardia de seguridad en un museo, y Pedro (Benjamín Amadeo) es el típico freak que sostiene cierta normalidad con la ayuda de una amplia gama de medicación.
Cuando Dante es abandonado por su novia "de siempre", Alan no tiene mejor idea que organizar la fiesta del título para levantarle el ánimo en una mansión que está a punto de vender. El multitudinario evento tiene todo lo imaginable (sexo, drogas y... música tecno), muchos excesos (escatología de vómitos y excrementos incluida), un grupo de patéticos raperos y la aparición de una bella joven (Eva de Dominici) que parece ser la ladrona de una valiosa pintura que el poderoso y "pesado" dueño de casa (Fabián Arenillas) no querrá resignar fácilmente.
Tras ese arranque, lo que sigue es una típica estructura de enredos cómicos y pasajes de suspenso con el trío tratando de recuperar el cuadro, mientras tiene que lidiar con mafiosos, narcotraficantes y asesinos a sueldo en secuencias que transcurren desde un enorme buque hasta en el set de filmación de una película porno "con argumento".
Si bien la acumulación de subtramas, la adrenalina, el bombardeo permanente de estímulos primarios y cierto déjà vu en la aplicación de fórmulas de la comedia "guarra" limitan los logros de La última fiesta, hay que indicar que la película está bien narrada, tiene un amplio despliegue de recursos de producción, un impecable acabado técnico y actuaciones convincentes dentro del espíritu lúdico y absurdo de la propuesta general. En el actual contexto del cine argentino, al menos, no se trata de méritos menores.