Nueva Comedia Americana, pero made in Argentina.
Un treintañero, vigilante de un museo de arte y eterno aspirante a ilustrador, se separa de su novia. La respuesta de sus dos mejores amigos, con quienes comparte un vínculo forjado en la más tierna infancia, no es apoyarlo ni prestarle el oído, sino organizar una fiesta a todo trapo en la mansión que uno de ellos debe vender. La velada incluye, entre otras delicias, hectólitros de alcohol, decenas de gramos de marihuana y muchas, muchísimas minas lindas. Una de las ellas (Eva de Dominici, objeto de deseo de Leonardo Sbaraglia en la reciente Sangre en la boca) se volverá primero obsesión de uno y, después, de todos: resulta que el anfitrión le regaló un cuadro que ahora, aparición de un asesino a sueldo mediante, deberán recuperar. Si todo lo anterior suena a típico núcleo argumental de una de esas comedias norteamericanas que hacen del rompan todo y el reviente sus mandatos rectores, con ¿Qué pasó ayer? como referencia más cercana, se debe a que, efectivamente, la historia se contó mil veces antes. La particularidad de La última fiesta es que el desahuciado vigilante no es Ed Helms, ni el amigo medio tonto Zach Galifianakis, ni el galán Bradley Cooper, sino Alan Sabbagh, Benjamín Amadeo y Nicolás Vázquez, respectivamente.
Dirigido por Nicolás Silbert y Leandro Mark (Caídos del mapa), el film es plenamente consciente de ese marco referencial exportado de uno de los modelos narrativos más trajinados en la esfera cómica del Hollywood moderno. El problema es que éste sirve simultáneamente como base y límite, convirtiendo aquello que debería ser su plataforma de despegue en el punto de llegada, como si sus mismísimos creadores hubieran establecido que el techo de su trabajo era conseguir “que se parezca a” en lugar de apostar por un relato con vuelo propio, sostenido y de anclaje argento. En ese sentido, La última fiesta, igual que varias de las comedias románticas nacionales más exitosas en términos de taquilla de los últimos años, resigna particularidades en pos de sostener su filiación angloparlante. Tanto así que la historia podría transcurrir en Buenos Aires, el Distrito Federal mexicano o Bangkok que el resultado final no sería muy distinto, más allá de los modismos propios de cada escenario.
Debe reconocerse, sin embargo, que la copia es módicamente eficaz, entendiéndose por ello que, en sus mejores momentos, maneja los resortes humorísticos con soltura y firmeza. Sucede sobre todo cuando el guión confía en esos personajes secundarios que son partes iguales de absurdo y deformidad. Sometidos a una sucesión de situaciones deliberadamente inverosímiles –otra norma del subgénero: recordar sino las apariciones de un tigre de bengala o Mike Tyson en ¿Qué pasó ayer? –, el dealer con un Edipo más grande que el barco que le sirve de guarida (Julián Kartún), el hitman pollerudo (César Bordón) o el guardia siempre dispuesto a contar sus penurias diarias (Atilio Pozzobón) son pequeños lapsus de originalidad dentro de un universo que, paradójicamente, de original tiene poco y nada.